Acoso callejero: el bautizo oscuro

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    Crecí en Asunción, Paraguay. Una ciudad hermosa, tropical, con calor, con shorts, con vestiditos. Cuando tenía unos diez años, empecé a salir sola a comprar el pan. Fue un tremendo triunfo en mi corta vida, porque el almacén estaba a unas tres cuadras de la casa y mi mamá ya no me quedaba mirando desde la puerta. La primera vez que fui, fue una hazaña interesante: conté el vuelto, no me equivoqué y volví casi corriendo de lo contenta. La segunda, no tanto: a media cuadrada de mi casa, por la vereda de enfrente, habían empezado una pequeña construcción que implicaba unos seis albañiles trabajando todo el día.

    Para desgracia mía, a la hora a en que yo iba por el pan, ellos estaban sentados tomando mate, mirando. La mayoría de las veces gritaban cosas en guaraní, así que yo no entendía nada, pero sí recuerdo los gestos obscenos que hacían, gestos que entendí varios años después, claro. La vergüenza, el miedo, eso lo entendí de inmediato. No le conté a mis padres, porque no sabía cómo explicarlo, porque pensaba que era culpa mía, así que iba a comprar corriendo, con la cabeza gacha.

    Siempre pensé que eso pasaba allá nomás, por el calor y los vestidos, pero cuando volví a Chile, me di cuenta de que no, de que el acoso callejero ocurre cuando hay hombres que no respetan. No tiene nada que ver el calor o la ropa. Jumper, faldita plisada, jeans o buzo, daba lo mismo, bastaba con ser adolescente y salir a la calle para escuchar comentarios groseros que ahora sí entendía mejor. Pensé que se iba a quitar con el tiempo, que sólo era una especie de bautismo oscuro al que todas debíamos someternos por crecer. Tampoco les dije nada a mis padres, porque seguía sintiendo culpa y vergüenza.

    Con el tiempo entendí que no es un bautismo, que es el estado normalizado de las cosas. Aprendí que mientras haya hombres existe una posibilidad importante de que me griten cosas y que no sacaba nada con encararlos porque me iban a insultar más. Ahora, con más madurez y más entendimiento de los derechos que tengo -por el sólo hecho de ser persona- tengo menos miedo y si me gritan, grito de vuelta. No, en realidad no grito, me detengo a pedir explicaciones. Y normalmente lo que recibo son insultos, porque no hay explicaciones.

    Cuando viví hace unos años en Buenos Aires, la situación fue la misma, aunque un poco menos soez, los comentarios en la calle tendían a ser más “románticos” por tener menos eufemismos para genitales, pero seguían siendo acoso. Son acoso. Cualquier comentario que cualquier persona haga sobre la apariencia de alguien más, sin que ese alguien le haya pedido la opinión, es acoso. Desde el “linda”, hasta la ordinariez más grande jamás escuchada, todo es acoso. Y no, no está bien acosar. Nadie se lo merece, nadie debe hacerlo y es vital que se entienda que no estamos dispuestas a seguir aceptándolo.

    *Columna escrita por Bárbara Conejeros originalmente para Zancada