“Este viejo de mierda me agarra y me dice en la oreja, pasado a trago, que se moría de ganas de darme un beso”

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    Esto me pasó hace algunos años.

    Estaba en primer año en la Universidad de Chile y para el examen final de un ramo al profesor se le ocurrió que el curso iba a hacer una fiesta. Ya ni me acuerdo cuál fue el argumento detrás de la idea para que tuviese relación con la temática del ramo, pero a todos les pareció la manera más fácil de pasar el curso. ¿Quién iba a decir que no, si la otra opción era una prueba escrita? Sólo con participar harto estabas aprobado.

    Nos organizamos muy bien y salió impecable. Durante la fiesta, nos dedicamos a pasarlo bien. En un minuto, el profesor -que era de personalidad fuerte, canchero y solía caer muy bien- fue a la sala donde guardábamos nuestros bolsos y nos echó del lugar en donde conversábamos para que volviéramos a la fiesta. Yo salí última y él detrás. No me di cuenta cuando el resto ya estaba lejos y este viejo de mierda me agarra y me dice en la oreja, pasado a trago, que se moría de ganas de darme un beso. Yo me hice la que no había escuchado y seguí caminando pero al llegar a las escaleras me agarró del brazo y dijo algo como “¿y qué opinas de lo que te dije?”. Le contesté que no, que cómo se le ocurría, bajé a la pista de baile y traté de pasarlo bien y olvidarme del tema. Al final, no había pasado nada y después de esa noche no lo iba a volver a ver más.

    Pero estaba muy equivocada. Cuando subieron las notas mi promedio no alcanzaba, siendo que me iba muy bien en ese ramo. Por arte de magia las notas ya no calzaban. Decidí seguir intentándolo y estudié para dar una suerte de “examen recuperativo” y poder pasar el ramo, pero ese día me enteré que debía dar un examen oral frente al profesor y yo era la única alumna repitente. Me dio terror encerrarme sola en una sala con ese viejo  desgraciado y a último minuto no me atreví y me devolví a mi casa. Pensé: “mejor me olvido de esto y repito el ramo el próximo año con otro profesor y dejo de pasarlo mal a costa de este viejo.”

    Segundo error. Llegué al año siguiente a clases y la escuela decidió que debía repetir el ramo con el mismo profesor. El ayudante se enteró y quedó sorprendidísimo de que mis notas no me alcanzaran para aprobar, aunque no hizo nada para ayudar tampoco. Se quedó callado. Traté de cambiarme de curso pero no me hicieron caso. Falté las primeras semanas a esas clases porque no me atrevía a verle la cara y a tener que conversar con él como si nada. Hasta que conversando con una amiga le conté y se ofreció a acompañarme para hablar con el director de carrera y contarle la verdad. Me costó un millón decirle, terminé llorando a mares y contándole que estaba muy complicada con el tema y que lo único que quería era no tener clases con ese profesor, nada más. No me creyó, dijo que podía ser verdad pero que también podía ser una técnica para pasar el ramo que no había aprobado. Tenía que volver a hacer el ramo, y repetir el curso con él era parte del desafío impuesto por la escuela, que me aguantara el año y pasara el curso.

    Terminé, en mi desesperación por querer encontrar alguien que me ayudara a solucionarlo, hablando con una asistente social, la única que me escuchó y fue a hablar directamente con el director de escuela para que dejara sus argumentos pobres y me cambiara de sección. A esa mujer, la única que me tomó en serio y dimensionó la gravedad del asunto, le estoy aún muy agradecida.

    De más está decir que nunca volví a decirle a nadie del tema. Mis papás nunca supieron, solo algunos compañeros (aunque estas historias son una suerte de mito urbano en la facultad). De pura cabra chica jamás se me pasó por la cabeza denunciarlo. En cierto modo sentía que podría llegar a ser culpa mía, porque una vez acepté que me acercara al Metro en su auto. Que si lo acusaba, aquello podría ser usado en mi contra, porque yo había hecho algo para sugerir que él me interesaba. Que podrían pensar que “le había dado permiso”. Además, en la práctica, “no había pasado nada”. Nunca me tocó ni me dijo nada más que quería darme un beso. Si no me forzó a nada, ¿de qué lo iba a acusar?

    Hoy miro hacia atrás y me acuerdo de lo chica que era, lo indefensa e impotente y pasada a llevar que me sentí, y la rabia que me dio saber tiempo después que yo no había sido la única. Quizás cuántas habrán pasado por lo mismo que yo con ese viejo desgraciado. Fui a sus clases buscando aprender y terminé decepcionadísima de un tipo que era tremendo académico, pero que abusó enormemente de su posición de poder conmigo y yo no fui capaz de hacer nada al respecto. Y también decepcionada del director de carrera, que decidió hacer vista gorda a una acusación así sin mostrar ni una pizca de empatía hacia mí, ni real interés en resolverlo. Solo quería meterlo debajo de la alfombra. Y le resultó.