“Leí los testimonios, aprendí varias cosas y entendí que mi reacción violenta era peligrosa”

    2 2835

    principal testimonios

    Hace varios meses, cuando aún no conocía el trabajo del OCAC, empecé a tomar consciencia del acoso callejero.  Me puse a pensar sobre todas las veces que me había visto en una situación incómoda debido al comentario de un extraño, mi poca confianza al salir a la calle durante el verano y mi tendencia casi automática de evitar pasar cerca de los hombres en la calle.

    Este tema me daba muchas vueltas en la cabeza y cada vez que me decían otra cosa en la calle, me sentía más indignada, más frustrada por sentir que no podía hacer nada. Nunca le había contestado a nadie un “piropo”, sólo caminaba más rápido y trataba de alejarme lo antes posible del hombre que lo hubiese hecho.  Me daba miedo enfrentarlo, me daba vergüenza, sentía que quizás yo no tenía razón. Pero de todas formas la indignación y frustración seguían ahí, molestándome, dándome a entender que no estaba bien sentirme así, que había que hacer algo.

    Todo esto terminó un día en que yo iba saliendo de mi casa para ir a una tocata punk. El punto es importante, porque gracias al evento al que asistía, iba con la disposición mental de enfrentarme violentamente (pero de forma amistosa, como se hace en estas situaciones) en un “mosh”, con muchas personas a empujones y patadas. Además me sentía la chica más ruda del barrio porque para la ocasión -y para proteger mis pies y hombros- me había puesto una chaqueta de cuero y unos bototos militares. Según yo, con esa pinta nadie se iba a atrever a acercarse siquiera, sentía que hasta parecía hombre.

    Sin embargo, la situación desagradable no se hizo esperar. Iba caminando a pisotones, acumulando energía para el mosh, cuando un taxista me grita, en luz roja “¡Mijita rica, venga para acá que me la quiero llevar para la casa!”. Seguí caminando enojada, con mi reacción de siempre de alejarme rápidamente, pero el tipo seguía gritándome cosas, que cada vez me enojaban más y más.

    ¿Por qué hasta vestida casi como hombre me seguían gritando cosas? ¿Por qué aún si mi apariencia y lenguaje corporal indicaban a todas luces que no quería nada con nadie, se seguían metiendo conmigo? La impotencia que sentía y la frustración terminaron por detonar la energía que venía acumulando para ir a pegar patadas, por lo que me acerqué con mi peor cara de “te voy a sacar la chucha” y a pasos gigantes al taxista, metí la mano por la ventanilla y lo agarré por el cuello de la camisa, mientras le grité toda clase de cosas, entre ellas, que por qué me andaba  faltando el respeto. Que si no tenía hijas, madre o hermanas, que por qué andaba molestando a las mujeres.

    El tipo sólo levantaba las manos hacia atrás y me miraba con una cara de sorpresa, como si creyera que las mujeres somos incapaces de demostrar emociones humanas. Y mientras más le gritaba, más frustrada me sentía porque algo dentro de mí me decía que eso no iba a servir de nada, que el tipo no iba a dejar de ser como era y un sinfín de inseguridades. Finalmente, lo solté, no sin antes gritarle otro par más de cosas y pegarle un par de buenas patadas a la puerta del taxi. “Ahora sí que no me va a molestar más”, pensaba en mi interior. Pero una vez que estuve de nuevo en la vereda, el tipo siguió gritándome cosas, ahora mezclando las palabras “loca” y “fea”, mientras se alejaba en su taxi.

    Quedé tiritando de la rabia y la adrenalina. Si mi cuerpo hubiese sido capaz, habría salido corriendo detrás del tipo a seguir pegándole. No podía creer que aún después de todo lo que le había dicho, después de haber sido físicamente agresiva con él, había seguido gritándome tonteras. Sentía una impotencia demasiado abrumadora. Ni siquiera amenazando y golpeando a estos tipos se iban a dejarse de molestar. Creo que nunca me había sentido tan enojada y frustrada como en ese momento.

    De este hecho en adelante, a cada acoso respondía con violencia, con gritos, garabatos, golpes y empujones, agarrándolos de la ropa para -creía yo- intimidarlos. La frustración e impotencia que me provocaba saber que probablemente no iban a reaccionar de todos modos me hacía ser más agresiva. Sentía pura rabia. Luego, por suerte, me encontré con la página del OCAC en facebook. Pude darme cuenta de que no era, ni de lejos, la única persona que se sentía así. Leí los testimonios, aprendí varias cosas y entendí que mi reacción violenta era hasta peligrosa. No recomiendo a nadie que reaccione así. En retrospectiva, me di cuenta de que me había expuesto a muchas situaciones peligrosas. Después de todo, los hombres por lo general son más grandes y fuertes y si se enojan lo suficiente como para llegar a lo físico te pueden hacer mucho daño.

    En conclusión, me di cuenta de que estaba en todo mi derecho de enojarme por cómo me trataban los hombres en la calle. Me di cuenta también de que la violencia nunca es la respuesta. Hoy le pregunto al acosador “¿por qué me dijiste eso?” o “¿por qué hiciste eso?”, que son preguntas que los descolocan mucho más que la reacción física, porque uno está cuestionando sus principios, y así no quedo tampoco como la histérica loca.

    No hay que ceder. El cambio se puede, la gente se tiene que dar cuenta. No quiero que nadie más tenga que sentir frente a estas situaciones la misma impotencia. Apoyemos a los demás, hagámosles ver que sentirse mal con el cuerpo no está bien. Hagamos ver que no somos adornos, que no aguantaremos que nos falten el respeto, que lo que hacen es profundamente ofensivo.