“No podía entender que un tipo así pudiera tener intenciones sexuales con niñas tan chicas”
Tengo 25 años y durante parte de mi infancia viví en un tranquilo barrio de Ñuñoa. Yo y una de mis hermanas menores (teníamos 10 y 7 años respectivamente) asistíamos a un colegio que quedaba a siete cuadras de la casa. Mis padres accedieron a mi petición de que yo y mi hermana volviéramos a pie después de clases. En una de esas ocasiones, en pleno día de verano y después de educación física, mi hermana y yo nos quedamos a mitad de trayecto mirando una cucaracha que estaba llena de hormigas. Estábamos las dos en cuclillas en la vereda y con el buzo del colegio (polera de manga corta y pantalones largos y sueltos); la calle no tenía casi nada de tránsito, salvo un ciclista que cada cierto tiempo daba la vuelta a la manzana y pasaba por donde estábamos nosotras.
Mi hermana estaba concentrada en mirar los bichitos y no se dio cuenta de nada, pero en una de las pasadas del ciclista, que era un hombre crespo y joven (aparentaba 20-25 años), escuché que algo iba diciendo. Cada vez que pasaba, se escuchaba un susurro. Me asusté, pero como sólo daba vueltas pensé que podía estar cantando, rezando o que tenía algún problema intelectual o psiquiátrico. Sin mirarlo, me incorporé un poco para poder oír mejor. Como a la décima pasada, ya ni siquiera desaparecía de la vista; sólo llegaba a la esquina, daba media vuelta y regresaba por la vereda donde estábamos, insistentemente. Después de eso fue que le entendí claramente lo que decía: “te voy a chupar la vagina, hueona”.
No les puedo explicar el terror que sentí. Toda la vida me dijeron que la calle era peligrosa, que a las mujeres se las llevaban hombres malos para violarlas, y yo con la escasa noción de sexualidad que tenía en el momento, no podía entender que un tipo así pudiera tener intenciones sexuales con niñas tan chicas. No sabía qué hacer, miré a mi hermana y temí que le pasara algo, si el tipo intentaba concretar su amenaza yo no podría igualar su fuerza física. Pensé en arrancar pero ¿cómo dos niñas le ganan corriendo a un adulto en bici? Luego miré al tipo y vi que nuevamente iba a dar la vuelta.
No dije nada, solo agarré a mi hermana del brazo, la arrastré hasta la casa más cercana y empecé a aporrear la puerta a manotazos y patadas, gritando para pedir ayuda. Salió una nana y entre sollozos le pedí si me podría prestar su teléfono para que me viniera a buscar mi mamá. Fue a preguntarle a dos jóvenes que estaban adentro, ellos fueron hasta la puerta y me preguntaron qué había pasado. Me costó decirles, lo único que quería era salir de esa calle y que el tipo no nos hiciera nada. Tuve que contar lo que me dijo, aunque me daba mucha vergüenza porque involucraba mis partes íntimas, y además mi hermana seguía sin notar nada y no quería que se asustara. El miedo fue más grande. Salieron a buscar al tipo, pero lógicamente se había ido.
Mis padres no hicieron ningún tipo de denuncia, se limitaron a contratar un furgón escolar. Para ellos esto era sólo la consecuencia de dejar que niñas anden solas en la calle, el curso “natural” al hacer las cosas de ese modo. El razonamiento es prudente, pero de él se desprende una realidad desesperanzadora: nunca recae la culpa en la gente que comete el acoso, sino en quienes transitan por la calle o bien en sus tutores. Por suerte nuestros padres no depositaron culpa sobre nosotras, creo que por eso y porque pude contarles lo que nos pasó, el daño no fue tan grave. Además el hecho fue opacado porque me diagnosticaron una enfermedad grave, e incluso hasta el día de hoy mis padres no saben que un niño de octavo básico nos empezó a pegar en el furgón. Mi hermana ni siquiera se acuerda.