“Me acordé que andaba con shorts, que mostraba piernas y brazos y que eso en Santiago se paga”.

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    Por Daniela

    Yo no quiero ser mujer en Santiago.

    Un regreso siempre puede ser caótico, no lo veo como algo negativo. Se aprende, nuevamente, a posicionar los pies en la tierra. Me fui de Chile por un año y dos semanas, nada más. Conocí mucha gente, culturas, lugares y acumulé un sinnúmero de experiencias buenas y malas. Quizás en la distancia idealicé el retorno, me acordé del baile, familia y amigos. Sin darme cuenta, en un año mi comportamiento y sentir cambió. Ayer cumplí una semana en Santiago y me vi llorando de impotencia en una micro.

    Un día desperté en Santiago, caminé con mi mochila al metro y me encuentro con los precios de los pasajes: ¡horror! Pero con mi optimismo me propuse adquirir una bici en el corto plazo y perderle el miedo a bicicletear por las calles de Santiago.  Compré una tarjeta Bip! y decidí tomar una micro para ver y admirar Santiago. Cuando terminé mi trayecto y me disponía a bajar de la micro, me vino el más vil de los recuerdos. “Huachita rica”.

    Fue como si mi mochila instantáneamente pesará, con cada segundo, más y más kilos. Tragué saliva y me acordé que andaba con shorts, que mostraba piernas y brazos y que eso en Santiago “se paga”.

    Dos hechos me pasaron en esta semana. El primero, iba en una micro y había un  idiota  molestando a una joven -tendría 16 años la niña-, se puso al lado a mirarle las tetas descaradamente. Se acercó, casi rozando el cuerpo de la adolescente, ella se corrió y él le lanzó un beso. Me salió innato el “déjala tranquila, hueón”. El tipo me hizo un gesto levantando la pera y una señora mayor le comentaba a su nieta o sobrina “si anda mostrando qué espera pueh”. Enfurecí, me ardía la garganta y me latía el estómago de ganas de gritar. Miré casi cómplice, con dolor a la adolescente violentada,  que tuvo que aguantar a aquel pelmazo, quizás no es el primero y, obviamente, no el último.

    El segundo episodio fue el viernes. Salí a una entrevista de trabajo, por lo que iba mas formal. Acercándome al paradero me crucé con un grupo de idiotas que me empezaron a agredir gritándome cosas que yo no quería escuchar. El último de ellos me gritó ya cerca del oído, me di vuelta y le dije “cállate, culiao”. En coro, como ladridos de perros, me empezaron a gritar desde “te creís la muerte guatona culiá”, hasta “te creís la raja porque erís rucia”, “cuica culiá que hacís aquí po”. Me subí a la primera micro que pasó, no miré el número, no me importaba, solo quería sentarme a llorar. Y lo hice. Lloré, me dolió la garganta de tanto llorar.

    Creo profundamente (o creía) que a la violencia no se le trata con más violencia, pero  la indiferencia no es remedio tampoco. Dar gracias cuando llego a casa porque hoy nadie me tocó el poto en la calle o sentirme culpable por cómo visto  no puede ser parte de la cotidianeidad en la vida de una mujer.

    Es muy duro volver, cuando ya había olvidado las miles de formas de violencia que día a día se pueden sufrir en Santiago.  Éste no es sólo un comportamiento de Chile, mi primer shock, cuando me di cuenta de que estaba en Latinoamérica, lo tuve en Buenos Aires, donde fue parecido.

    ¿El miedo es normal? Pero ¿y si no quiero vivir con miedo al salir a la calle? Sí, tenemos miedo, muchas, quizás todas, pero eso no implica que sea normal. Yo no quiero vivir en esta normalidad.

    No es justo y  no sé qué hacer. Personas me dicen “tranquila, te vay a acostumbrar, es solo porque estai recién llegá”. ¡¡Yo no me quiero acostumbrar!! Exijo que nadie se acostumbre y que nadie lo mire como algo normal. Y sigo sin saber qué hacer.