“Se lo conté a amigas y resultó que todas habían sufrido acoso callejero”
Al inicio de mi pubertad, hombres de todas las edades (viejos, universitarios y adolescentes mayores que yo) se tomaron el derecho de decirme cosas a mí, una niña de doce años que recién comenzaba a entender los cambios en su cuerpo y lo que sería ser mujer en las calles.
Lo que más recuerdo son dos eventos, ambos a mis 14 años. El primero, fue cuando me acercaba al paradero de mi población a tomar micro. Vi a un señor de unos 70 u 80 años que, mientras caminaba hacia mi dirección, me miraba con gracia. Pensé que por observarme de esa manera, y estar en el paradero de mi población, quizás conocía a mi mamá (ella conoce a todos). Entonces pasó por mi cabeza que debería saludarlo, pero él se agachó para ver de frente mi trasero y decirme algo horrible que ni repetiré. Me aterré y encontré el colmo que ni si quiera un adulto mayor respete a una niña que anda sola por la calle.
El segundo fue aún peor. Andaba con mi mejor amiga en bicicleta en una villa cercana a la casa de mis padres, cuando un furgón de una famosa panadería comenzó a seguirnos. Nos hicimos a un lado pensando que así nos dejaría, pero no. Nos tiró el furgón para llamar nuestra atención y luego se detuvo, exclusivamente, para hacernos gestos con sus manos y lengua.
Ninguna de estos traumáticos episodios se lo conté a mis padres, solo a unas amigas y resultó que todas habían sufrido acoso callejero.
Yo ya no quiero que esto sea normal y que tengamos que pasar por lo mismo, menos que sea una situación transversal a todas las generaciones; ni que nuestras niñas tengan que sufrir esos sucios momentos en las calles y que deban “aprender” a afrontarlos.