acosador

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    Mi vecino, a quien sólo conozco de vista, me saludó y me pidió que le diera un beso en la boca. Me negué y me dijo que por último le diera un beso en la cara. Le dije que parara de molestarme y seguí caminando (casi corriendo). Empezó a gritarme que me quería mucho, que le alegraba el día cuando me veía y que esperaba verme todos los días.

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      Desde niñas nos enseñan a cuidarnos de los lobos, esos seres de apetito voraz que se esconden entre las tinieblas y nos sorprenden en medio del camino. Clarissa Pinkola lo explica detalladamente en su libro “Mujeres que corren con los lobos”, en donde nos enseña a identificar a estos personajes por medio de cuentos y análisis psiquiátrico; pero además nos llama a reconocer esa mujer instintiva que llevamos en nuestro interior, aquella mujer sabia que no se equivoca en tomar decisiones.
      Esta historia parte hace un par de años atrás cuando creía tener alguna afección en mi corazón, por lo tanto decidí tomar una hora con un médico competente del área que encajara con mi apretado horario de oficina. Seguramente muchos pensamos que los médicos, estos seres que suelen estar en la categoría de dioses del Olimpo para muchos, no tienen ningún tipo de apetito extraño frente a lo que recubre nuestros huesos, además de ser increíblemente sabios para decidir nuestro destino entre la vida/muerte.
      Un viernes por la tarde luego de mi jornada laboral fui  a visitar a un médico de una clínica privada, citación por la cual me tuvo esperando más de una hora… Luego de tan larga espera suena el alta voz de la clínica, el cual emite un chirrido ensordecedor seguido de “Señorita Guevara, oficina 33”. Me apresuro en guardar las cosas en mi cartera y voy a pequeño seguro paso veloz a la oficina del médico. Al entrar el individuo me pide cortésmente que me siente, toma nota de algunos antecedentes para mi historial médico y luego, con una sonrisa macabra, me invita a la camilla recubierta de papel absorbente. Al sentarme me pide que me saque la blusa y el sostén, y accedí sin preguntar, pero con una inquietud interior sobre mis pobres conocimientos de anatomía para comprender el porqué de mi desnudez. Mi instinto me decía que algo anda mal; y la mirada del lobo mientras mueve la cola me advierte que lo que sucedía era incorrecto. Sentí tanto asco y repulsión mientras las garras del lobo rasguñaban mi pecho con su estetoscopio, que en ese minuto deseaba no ser parte de esa obra, de ese tiempo y de ese espacio. Finalmente me vestí, el médico me dio unas órdenes de exámenes y dejé su cueva para jamás volver a visitarlo.
      Tiempo después, en una conversación de viernes por la tarde, recordé aquel episodio y lo comenté con una amiga que estudia medicina, ella me explicó que el procedimiento que llevó a cabo ese médico era incorrecto y yo había caído como ingenua. Más adelante visité a otro médico cardiólogo, el cual me atendió muy bien, y le comenté sobre su colega (el lobo)… el me dijo que ese lobo es conocido en el medio por llevar víctimas a su cueva y aprovecharse de ellas. Después de lo acontecido me fui pensando en el camino sobre ese instinto del que tanto nos habla Clarissa, de no hacer oídos sordos a nuestra voz interior que da gritos sordos sobre qué camino debemos seguir, cuándo debemos huir y cuándo debemos permanecer quietos.

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        Hace un tiempo, sucedió un hecho que como hombre me hizo reflexionar sobre el acoso callejero y el efecto que éste tiene en la desigualdad de género. Iba en una micro muy llena a la casa de mi polola, a eso de las ocho de la noche. Como tenía poco espacio, estaba preocupado de mantener el equilibrio para no chocar a los demás pasajeros, cada vez que el conductor frenaba fuerte. Pese a ello noté que la mujer que estaba delante mío parecía muy incómoda con que yo estuviera a su lado, ya que mi entrepierna quedaba a la altura de su hombro. No pude evitar avergonzarme ante la situación, aunque a algunos les parezca algo normal y cotidiano, y como pude me abrí paso entre las demás personas y me volteé.

        Sin embargo, quedé en frente de una niña de unos doce años. Ella iba de pie junto al asiento de una señora que, asumo, era su mamá. La niña miró hacia atrás muy incómoda, ya que inevitablemente iba muy pegado a ella, y pude ver como la señora la miró con una cara extraña, como diciéndole que tuviera cuidado. Me sentí un acosador y pese a que no estaba haciendo nada, bajé la cabeza, tomé mi mochila y me la puse en frente, asegurándoles que no pretendía tocarla de ninguna manera. El resto del camino me fui pensando en cómo tan solo por pertenecer a un grupo uno se ve encasillado en estereotipos dañinos, a pesar de no tratar de dañar a alguien, me sentía un acosador.

        Al día siguiente hablando con mi polola sobre el acoso, me contó algo que me ayudó a ordenar las ideas en mi cabeza, me dijo que cuando alguien es agredido todo el tiempo, cualquier acción se interpreta como agresión. Estas mujeres están tan habituadas al acoso callejero por parte de los hombres, que deben ir por los espacios públicos con la guardia en alto todo el tiempo. Yo fui etiquetado de victimario solo por ser hombre y ellas se sintieron víctimas solo por ser mujeres, así me di cuenta que, sea cual sea nuestra posición, este asunto nos daña a todos, y si queremos que cambie, debemos trabajar juntos como sociedad, sin importar nuestro género.

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          Vivía en mi casa en Maipú, me había empezado a desarrollar. Mi mamá ya me había conversado de salir a comprar un sostén para niñas, tenía 11 años y era verano. Un día salí a comprar al almacén que estaba a dos cuadras de mi casa y cuando iba de regreso, pasó un ciclista y me dio un agarrón en el pecho. El tipo me toqueteó unos segundos mientras hacía comentarios de connotación sexual, que no repetiré. Me senté en el piso y me puse a llorar. Me quedé ahí hasta que me calmé y volví a mi casa. Nunca le conté a nadie, sentía vergüenza y pena por lo que había pasado. Después de eso, me daba pánico pasar por esa esquina.

          Tiempo después, ya con 27 años; en la misma esquina, un ciclista me empujó contra la muralla y, aplastándome con la bicicleta, me tocó el pecho y el trasero mientras me decía al oído lo que quería hacer conmigo. Todavía salto de susto si escucho una bicicleta atrás mío cuando voy caminando.

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            Eran aproximadamente las diez de la mañana e iba en dirección al gimnasio que está a veinte minutos de mi casa. Mientras caminaba, vi que a un costado había un tipo sentado en el pasto, de más o menos 30 años, con su bicicleta y ropa deportiva. Pensé que estaba descansando después de haber hecho ejercicio o algo por el estilo. Seguí mi camino y él pasó por mi lado en bicicleta, hasta ese momento, nada de qué preocuparse. Casi diez minutos después sentí que alguien, con mucha fuerza, me dio un agarrón en el trasero. Para mi sorpresa era el mismo tipo que había visto unos minutos atrás, sentado en el pasto con su bicicleta. Lo primero que atiné fue a gritarle “ahueonao” y a perseguirlo. Logré empujarlo y tuve la esperanza de que se cayera, pero no, sólo se desestabilizó un poco y siguió su camino.

            Sentí tanta rabia, como si lo hubiese planeado. Claramente me siguió durante un largo rato sólo para cometer su abuso. No supe qué hacer, se me escapó y me dio impotencia pensar que se fue a sentar a otro lugar a esperar a que pasara alguien para acosarla/o. Nunca me había pasado algo así, nunca pensé que me pasaría. La verdad es que no entiendo por qué alguien lo haría. Sentí asco. Pensé en todos mis seres queridos, en especial aquellos que son más sensibles de personalidad. Espero que nunca en la vida se encuentren con un tipo como este. Espero que avancemos como sociedad para terminar, entre muchos males, con la violencia de género.

            A pesar de que fue un momento demasiado incómodo y violento, no voy a dejar de vestirme como yo me siento cómoda y si vuelve a pasarme algo por el estilo (deseo profundamente que no vuelva a pasar), voy a correr más rápido y gritar más fuerte para poder identificarlo y hacer la denuncia.

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              Mi testimonio es desde el otro lado. El del acosador. Me acuerdo que cuando era chico íbamos todos los fines de año a Fantasilandia porque a mi viejo le regalaban las entradas. Y uno de esos años yo era un púber. Me acuerdo que andaba más caliente que la mierda, cualquier mujer que mirara no era una mujer, era un poto, era un par de tetas. Ese año, en el “juego de la Monga”, descubrí que al momento de apagarse las luces no se veía nada. Nada de nada. Antes de que Nadine se transformara en la Monga, me ponía detrás de una mina y cuando las luces se apagaban, yo pegaba un agarrón, refugiándome en el caos, la confusión y la oscuridad. Cuando el juego terminaba, yo volvía a hacer la fila esperando tocar y manosear a otra mujer. De verdad me parecía muy divertido. Eso hasta que mi víctima fue una joven que al sentir que mi mano la abrazaba desde atrás, la sostuvo con todas sus fuerzas para evitar mi escape una vez que volviera la luz. Me entró tanto pánico por ser descubierto, que tuve que empujarla para poder escapar. Finalmente, logré zafar y me alejé con el corazón acelerado, en una mezcla de pánico, adrenalina y risa nerviosa. Cuando todo había terminado, la gente salía riendo, muchos corrían para ir a hacer la fila a otro juego del parque. Fue entonces cuando la vi sentada. Estaba llorando, sus amigas se habían reunido a su alrededor e intentaban entender qué había pasado. Era ella. Al ver la escena, se me cayó el corazón al piso. Ahí me di cuenta de que en realidad era una niña, que había ido a ese lugar para pasarlo bien y divertirse y en lugar de eso terminó sufriendo una experiencia quizás incluso traumática, y aún más, yo era el único responsable de ello. Hasta el día de hoy, cuando me acuerdo de ella, me dan ganas de pedirle perdón.

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                Desde hace varias semanas las estudiantes de la Universidad Católica del Norte (UCN) son víctimas de una serie de actos de acoso sexual callejero que van desde acciones verbales, hasta persecución, tocaciones y masturbación pública, según denunció el canal Antofagasta TV.

                Según describe el video, el acosador se sitúa fuera del recinto y además de acosarlas verbalmente, las persigue en sus trayectos de salida, aprovechándose de su distracción o soledad para realizar tocaciones o exhibirse masturbándose.

                Los guardias del recinto afirman que no pueden hacer nada, puesto que su rango de acción se limita al interior del lugar: “cada vez que nosotros vamos a intervenir el hombre se sube a la micro y sale arrancando, y no podemos retenerlo en la calle, no estamos autorizados”, expresó el supervisor de seguridad de la UCN en el video.

                Pese a la cantidad de casos existentes, no se han realizado denuncias formales, por lo que las autoridades policiales y los encargados de seguridad de la UCN llaman a los y las estudiantes a denunciar y entregar antecedentes sobre este sujeto para poder facilitar su captura. OCAC Chile se suma a este llamado a denunciar ante Carabineros, PDI o Físcalía.

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                  Cuento mi experiencia para que vean que es bueno hablar y apoyarse en algunos adultos. Si bien esto me pasó hace varios años, cuando tenía 18 años -hoy tengo 28- no he podido olvidarlo. A veces, pienso qué habría pasado si no me hubieran creído en el Liceo.

                  Todos los días viajaba de Providencia a Maipú. Este viaje lo hacia siempre con compañeras que tenían un recorrido similar. Un día, apareció un vendedor de helados que con el paso de los días comenzó decirme cosas y a esperarme en el paradero todos los días. Avisé en el Liceo lo que estaba pasando. La primera reacción de la inspectora fue mirar el largo de mi jumper, cosa que según yo es poco relevante, pero bueno. Dieron aviso a carabineros, sacaron a los heladeros y pusieron policías por mucho tiempo en el horario de salida de clases y en los paraderos cercanos. Aún pienso qué habría pasado si no me hubieran prestado atención.