adolescente

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    principal testimonios nuevoHace un tiempo fui a hacer gimnasia con mi mamá y un viejo, que podría haber tenido la edad de mi abuelo, empezó a decirme cosas respecto a mi cuerpo y sobre cómo iba vestida, mientras me guiñaba el ojo. En ese momento lo miré con asco y solo atiné a levantar el dedo del medio. Me hubiese gustado reponder algo más, pero  no se me ocurrió nada.

    No me parece justo que a mis 15 años reciba este tipo de comentarios. Además estaba vestida con unas patas largas y una polera de tiritas, ni siquiera se me ceñía la ropa al cuerpo, porque soy muy delgada. No quiero pensar en lo que se me viene para el futuro cuando esté más desarrollada.

    Ojalá los hombres tomen conciencia y el acoso callejero sea penalizado como se debe.

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      Esto ocurrió cuando era más chica, tenía unos 16 años más o menos. Usaba una mini verde que era mi favorita y paseaba por el centro. Sin fijarme pasé cerca de un café con piernas que se encuentra en Paseo Ahumada, cuando sentí un agarrón. No supe qué hacer, corrí y me alejé llorando hasta mi casa. Nunca más me puse una falda corta y hasta el día de hoy paso bien lejos de ese café con piernas.
      Espero que con la labor que está llevando OCAC se eduque para que esto no le ocurra a nadie más. Ninguna mujer debería botar su mini favorita por culpa de un viejo sin escrúpulos.

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        Ya han pasado 9 años desde que fui acosada y cada vez que lo recuerdo se me aprieta el pecho.  Tenía 12 años, estaba en plena adolescencia, pero a pesar de ello yo era bien niña; prefería mil veces jugar a las muñecas que pintarme o dedicarme a los estudios, hasta que un día mi inocencia se vio interrumpida.

        Un viernes después del colegio, a eso de las 14:00 horas, me subí a una micro por Av. Santa Rosa para después hacer la combinación en el Metro y poder ir a la casa de mi abuela que quedaba al otro extremo de la ciudad. Cuando por fin llegué a la estación de  Metro me di cuenta que no tenía pase, así que tuve que abortar la idea de ir donde mi abuela y devolverme a la casa. Tomé nuevamente una micro y me ubiqué en los asientos que están al lado de la puerta y mirando en dirección del chofer. Fue ahí cuando me percaté que enfrente mío había un señor de unos 60 años de edad, con cabello descuidado y que me miraba fijo. La situación me incomodó así que volteé la mirada hacia la ventana, pero él siguió con su vista en mi. Entonces me di vuelta y lo miré con ojos desafiantes. Sin ninguna clase de vergüenza el hombre sacó su lengua y la pasó una y otra vez por su boca, haciendo gestos obscenos. Luego se paró y se sentó detrás mío. Me asusté tanto que me bajé en el primer paradero que pude. Quedé con el corazón apretado y asqueada.

        Esa fue una mi primera experiencia de acoso callejero, la más aterradora, pero no la única.

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          Crecí en Asunción, Paraguay. Una ciudad hermosa, tropical, con calor, con shorts, con vestiditos. Cuando tenía unos diez años, empecé a salir sola a comprar el pan. Fue un tremendo triunfo en mi corta vida, porque el almacén estaba a unas tres cuadras de la casa y mi mamá ya no me quedaba mirando desde la puerta. La primera vez que fui, fue una hazaña interesante: conté el vuelto, no me equivoqué y volví casi corriendo de lo contenta. La segunda, no tanto: a media cuadrada de mi casa, por la vereda de enfrente, habían empezado una pequeña construcción que implicaba unos seis albañiles trabajando todo el día.

          Para desgracia mía, a la hora a en que yo iba por el pan, ellos estaban sentados tomando mate, mirando. La mayoría de las veces gritaban cosas en guaraní, así que yo no entendía nada, pero sí recuerdo los gestos obscenos que hacían, gestos que entendí varios años después, claro. La vergüenza, el miedo, eso lo entendí de inmediato. No le conté a mis padres, porque no sabía cómo explicarlo, porque pensaba que era culpa mía, así que iba a comprar corriendo, con la cabeza gacha.

          Siempre pensé que eso pasaba allá nomás, por el calor y los vestidos, pero cuando volví a Chile, me di cuenta de que no, de que el acoso callejero ocurre cuando hay hombres que no respetan. No tiene nada que ver el calor o la ropa. Jumper, faldita plisada, jeans o buzo, daba lo mismo, bastaba con ser adolescente y salir a la calle para escuchar comentarios groseros que ahora sí entendía mejor. Pensé que se iba a quitar con el tiempo, que sólo era una especie de bautismo oscuro al que todas debíamos someternos por crecer. Tampoco les dije nada a mis padres, porque seguía sintiendo culpa y vergüenza.

          Con el tiempo entendí que no es un bautismo, que es el estado normalizado de las cosas. Aprendí que mientras haya hombres existe una posibilidad importante de que me griten cosas y que no sacaba nada con encararlos porque me iban a insultar más. Ahora, con más madurez y más entendimiento de los derechos que tengo -por el sólo hecho de ser persona- tengo menos miedo y si me gritan, grito de vuelta. No, en realidad no grito, me detengo a pedir explicaciones. Y normalmente lo que recibo son insultos, porque no hay explicaciones.

          Cuando viví hace unos años en Buenos Aires, la situación fue la misma, aunque un poco menos soez, los comentarios en la calle tendían a ser más “románticos” por tener menos eufemismos para genitales, pero seguían siendo acoso. Son acoso. Cualquier comentario que cualquier persona haga sobre la apariencia de alguien más, sin que ese alguien le haya pedido la opinión, es acoso. Desde el “linda”, hasta la ordinariez más grande jamás escuchada, todo es acoso. Y no, no está bien acosar. Nadie se lo merece, nadie debe hacerlo y es vital que se entienda que no estamos dispuestas a seguir aceptándolo.

          *Columna escrita por Bárbara Conejeros originalmente para Zancada