amenaza

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    Al crecer, nos enseñan la manera de “evitar” ciertos acosos en la calle, pero nadie le enseña a los acosadores a no acosar.

    Desde los 12 años mi experiencia con los acosadores en las calles se ha hecho presente.

    Caminaba al preuniversitario, un día sábado a las 8:00 am. Viña del Mar estaba casi desierto. Cruzaba la calle, y un auto se detuvo a mi lado, con dos hombres de unos cuarenta años, mirándome fijo. Caminé rápido, con el corazón a mil por hora. El copiloto bajó el vidrio y me dijo con voz amenazante: “Oye guachita súbete”. Temblorosa, comencé a correr mientras el auto avanzaba a mi lado. Llegué al semáforo y para mi mala suerte, estaba en rojo peatonal. El hombre abrió la puerta del auto y dijo que si no me subía, la iba a pasar mal. Miré para otro lado y mis lágrimas empezaron a caer. Se rieron. Me sentí el ser más inferior del mundo. Se aprovechaban de mi vulnerabilidad y yo no podía hacer nada. El semáforo cambió y seguí corriendo. Me siguieron tocando la bocina hasta llegar al Preu.

    Gracias a Dios que no pasó a mayores. La verdad es que sentí tanto miedo que no sé lo que hubiera hecho si hubiera tratado de meterme al auto. Han pasado dos años desde que pasó y aún me tiemblan las manos al escribirlo.

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      Tenía 11 años y caminaba siempre sola al colegio, a la casa, a comprar. Hasta a la iglesia. Pero tuve que dejar de hacerlo por un tiempo.

      En esa época participaba en un coro. El ensayo era en la tarde y como era horario de invierno, ya estaba oscuro cuando salí de mi casa. Iba a mitad de camino y un hombre en bicicleta, que al ojo tenía unos 25 años, se me acercó preguntando por el horario de salida de mi colegio. Dijo que tenía que ir a buscar a su hermanita. Ingenua, le di la información. Empezó a hacer más preguntas, que yo, inocentemente, respondí, hasta que se fue y yo seguí mi camino.

      A la cuadra siguiente, se me acercó otra vez diciendo que no pudo encontrar a su hermanita y no sé qué más. A la media cuadra se me volvió a acercar. Yo ya llegaba a mi destino, cuando pasó esto, un recuerdo en mi retina muy vivo:

      – ¿Tú vienes a la iglesia mormona?
      – ¡Sí!
      – ¿En serio? ¡Porque yo también soy mormón!
      – ¿De verdad?
      – Sí, ¿y sabes lo que tengo aquí?- dijo, señalando el bolsillo del pecho en su chaqueta.
      – No, ¿qué es? – pensando en algún objeto distintivo de la iglesia.
      – Una cuchilla, y si hablai, ¡te mato! ¡Sigue derecho!

      A esa altura estábamos afuera de la iglesia y sentí un miedo infinito. Por instinto, no le hice caso, doblé y entré.

      Después de ese suceso, mi mamá me fue a dejar al colegio todos los días por dos años, hasta que coincidió mi horario con el de mi hermano. Anduve mucho tiempo con miedo por la calle, pensando que podía volver a encontrarme con ese tipo. Nunca más lo volví a ver.

      Ahora tengo 24 años y tengo claro que nadie puede amenazarme, acosarme o a decirme algo en la calle que yo no quiera escuchar. Con esto aprendí que no toda la gente tiene buenas intenciones.