Autoestima

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    Me avergüenza un poco contar esto, porque tiene que ver con mi actitud pasada en relación a el acoso callejero. Sin embargo, quiero compartirlo por si a alguien alguna vez le sirve.

    Yo era una niña con muchos problemas de autoestima, me sentía fea e indeseable. En especial, porque en esta sociedad machista ser bella pareciera ser lo más importante. Entonces cuando me llegó la pubertad y empezaron a gritarme cosas en la calle, nunca me sentí asqueada como lo hago ahora. En parte porque mis padres decían que la culpa era mía. Ahora cuando me detengo a analizar las cosas que me decían por mi físico, pienso en lo asqueroso que era. Cómo gente adulta podía acosar a una niña de 12 años, sin que alguien cuerdo hiciera algo.

    Afortunadamente, con el tiempo y con ayuda de información, empecé a darme cuenta de que eran conductas inadecuadas. Sin embargo, no fue hasta conocer el OCAC que supe realmente porqué no debemos aguantar que este tipo de situaciones sigan ocurriendo. Gracias a la organización pude tener herramientas para discutir contra el acoso callejero, como otra forma de violencia de género.

    ¡Chicas recuerden, no necesitan que nadie les diga lo “buenas que están” y tampoco necesitan estarlo!

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      Empecé a darme cuenta del acoso callejero cuando mi cuerpo empezó a cambiar, cuando me sentía observada en la calle, cuando sentía miradas que me invadían y me incomodaban. Al principio tenía casi asumido que era algo normal; algo por lo que toda mujer en su vida tenía que pasar y, hasta, que muchas veces la culpa la tenía una (sí, estaba equivocadisíma).

      Un día, de pura casualidad, me topé con información en Internet sobre algo que nunca había escuchado: feminismo. Tenía un concepto errado sobre el feminismo, como mucha gente lo tiene. Pensaba que era algo como el machismo pero al revés, que violentaba a los hombres y los humillaba. Sin embargo, seguí leyendo e investigando y entre otras cosas me di cuenta de que muchas mujeres día a día debían pasar lo mismo que yo, que el machismo se presentaba de muchas formas, no sólo con un hombre golpeando a su mujer o jalándola del pelo. Aprendí sobre machismo y micromachismos.

      En otros países aprendí la definición de sexismo, de la que tampoco tenía idea (y de paso aprendí que no debía sacar conclusiones sin informarme). Junto con todo esto, me di cuenta de que muchas costumbres sexistas estaban arraigadas en nuestra sociedad, que la gente las aceptaba como normales. Empecé a sacar la voz, a luchar por lo que me parecía justo. Ante cada comentario sexista, yo saltaba, con mis argumentos y razones. Al principio, mucha gente se mostró desconcertada. Me ponía a discutir con mis profesores, mis papás, mis amigos, incluso, con los papás de mis amigos, pero nunca me rendí, nunca me volví a quedar callada.

      También aprendí a quererme. Comprendí que la única aprobación que necesitaba era la mía, que si yo me maquillaba, me depilaba o me vestía de cierta forma, lo hacía por mí y para mí. Empecé a dar esta lección a la gente que me rodeaba, a mis amigas y mujeres conocidas, principalmente. Siento que lo mejor es informarse y educar, sobre todo a las nuevas generaciones.

      Aun así, me da mucha lata no poder hacer nada cuando veo a una mujer violentada en la calle. Me da impotencia, porque sé lo que se siente. Por eso es necesario dejar de reforzar los pensamientos sexistas que nos afectan a hombres y mujeres, que nos obligan a comportarnos de acuerdo con nuestro género, que nos educa como personas inseguras para vernos en la necesidad de buscar la aprobación del resto. No sólo por el acoso callejero, sino por todas las injusticias de género que se viven día a día es que hay que ponerle un fin a todo esto.

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        Esa fue la primera vez en que me sentí acosada en la vida. Nunca me había sentido tan asqueada, lo peor es que me sentí asqueada por mí, por ser mujer.

        Tenía unos 9 ó 10 años, estaba con mi mamá esperando la micro, frente al Líder de General Velásquez. Estaba con falda, una falda de niña, obvio; me llegaba a las rodillas y ni pechugas tenía en ese tiempo. Un tipo empezó a llamar mi atención haciendo un sonido ‘chht chht’ para que lo mirara, entonces empezó a lamerse los labios de forma sexual y a tocarse el pene. En ese momento de verdad que quedé congelada, sentía que no sabía qué estaba pasando y me asusté. Comencé a mirar hacia otro lado pero el tipo seguía. Ni si quiera tuve el valor de decirle a mi mamá en primera instancia, hasta que le pedí que nos corriéramos de allí y lo notó. Jamás había escuchado a mi mamá gritarle a un desconocido en la calle: “viejo asqueroso, ¡pedófilo!”.

        El paradero estaba lleno y nadie hizo nada. Luego pasó la micro y el viejo asqueroso, desde abajo de la micro, hizo el mismo gesto con los labios y me tiró un beso. Mi mamá, obvio, estaba enrabiada y me decía que no le hiciera caso, que era un enfermo.

        La situación yo creo que me afectó mucho cuando me empecé a desarrollar. Cuando me empezaron a crecer las pechugas me empecé a conseguir vendas para tapármelas, porque me asqueaba de una forma impresionante ser mujer.

        Ahora, cada vez que me dicen algo en la calle, recuerdo a ese viejo asqueroso. Me costó harto entender que no debo sentirme culpable y creo que, al contrario de lo que muchos dicen, justificando con un “es algo lindo, te sube el autoestima”, a mí me la bajan, me degradan, como lo hizo ese viejo.

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          Desde que empecé a participar activamente en el Observatorio contra el Acoso Callejero, he recibido muchos comentarios, felicitaciones y críticas de la gente que conozco. Algunas personas, sobre todo mujeres, se interesan por lo que hacemos, me cuentan sus experiencias y me instan a seguir trabajando. Varios hombres no entienden por qué gasto mi tiempo en un problema que (según ellos) no existe o que nunca va a cambiar porque “así son los chilenos”. También he encontrado hombres que recién se enteran de que el acoso callejero es violencia, y prometen que, de ahora en adelante, pondrán más atención, empatizarán e intervendrán de ser necesario.

          Lo que más me ha llamado la atención son las mujeres que no entienden por qué no me gusta que me digan cosas en la calle y por qué hago cosas para que deje de pasarnos. Mi argumento es simple: no me interesa lo que tengan que decir personas desconocidas sobre mí, sobre mi cuerpo o sobre mi ropa, no me visto para ellos, no me arreglo para ellos, no salgo a la calle pensando que es una pasarela.

          El argumento de ellas es que un comentario de ese tipo les sube la autoestima y les alegra el día. Yo creo que la autoestima se construye en base a las capacidades y virtudes propias (el aprecio por una misma), y a lo que piensen o digan de mi mis cercanos, aquellos que me conocen y me valoran, aquellos que saben que soy más que un par de piernas o un trasero. Para algunos autores de la psicología, esto se traduce en respeto y estimación, cosa que no siento en la calle.

          Me parece que quienes construyen su autoestima en función de lo que un montón de desconocidos les dice en la calle -susurrando al oído y sin dar la cara, mirando con deseo de pies a cabeza- no entienden que su persona vale muchísimo más que su cuerpo o una parte de él, y que ese “piropo” no es respeto ni estimación. Así, sólo se valoran por cómo lucen y no por lo que son.

          La televisión y la publicidad, junto con siglos de patriarcado, han hecho un excelente trabajo en convertirnos en una cosa para ser mirada y comentada, quitándonos el estatus de persona pensante y sintiente. Por eso, hoy más que nunca, es necesario que pensemos en cómo construimos nuestra autoestima y nos hagamos respetar en todos los espacios, incluida la calle.

          ¿Será necesario que nos valoremos de acuerdo a lo que opinen personas que no nos conocen? ¿Qué piensan ustedes sobre los piropos y el acoso callejero?

          * Columna escrita por Camila  Bustamante originalmente para Zancada