caminando

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    Era una tarde cualquiera, yo iba caminando por una de las calles más transitadas de Antofagasta, hacia el dentista. Sentía las miradas babosas de algunos hombres, pero las ignoraba porque no sabía qué hacer, así que seguí caminando. Luego de un rato, pasó al lado mío un hombre de treinta y tantos años y se atrevió a tocar uno de mis senos y decirme: “me lo comería todito, mi amor”. Quedé en shock, me di la vuelta y por un rato me quedé ahí mirando cómo se alejaba como si nada hubiese hecho, como si no acabase de tocarme, de agredirme y de humillarme. Comencé a maldecir hasta a mi genética por tener muchas curvas y entre esos pensamientos, se me cruzó el “no es tu culpa”. Me decidí y comencé a correr detrás del tipo, estaba esperando el semáforo como dos cuadras más allá y yo no me iba a quedar de brazos cruzados. Corrí y cuando lo tuve al lado mío, me miró y me dijo: “ah, te quedé gustando”. Me enojé y le pegué con el codo en todo lo que se llama cara. “¡Maraca de mierda, puta, zorra” y otros garabatos me siguió gritando mientras le sangraba la nariz y yo me alejaba de su lado.

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      Hace un par de años fui a estudiar a la universidad, así que tuve que vivir sola, caminar sola, moverme por la ciudad sola. De chica, me incomodó mucho pasar cerca de muchos hombres ya que siempre me miraban y gritaban cosas. Con el tiempo fui superando eso y ya no sólo me incomodaba, sino que también me daba rabia; con cualquier ropa alguien podía decir algo.

      Entre varias malas experiencias, hubo una que me asustó más que las demás. Salí de mi casa un día de primavera con una falda y una blusa que me encantaba. Mi pololo me sugirió ponerme pantalón o algo así para que no me sintiera mal en la calle, ya que podían decirme algo. Yo no quise, hacia calor y me encantaba esa ropa. Cuando salí de la casa, di dos pasos y un tipo en un auto comenzó a gritarme de todo. Casi se salía por la ventana del auto, mirándome y gritándome las cosas sexuales que haría conmigo. Habían varios autos, y muchas personas pasaron por mi lado. Caminé media cuadra con él siguiéndome al paso, hasta que acercó el auto a mi y se estacionó. Ahora me gritaba y me miraba de frente. Todos vieron y nadie le dijo algo. Yo le gritaba también que dejará de acosarme, que era un pervertido, que era mi cuerpo, etc. Estaba aterrada y con tanta rabia, no se cómo me atreví a pegar una patada en su auto y salir corriendo. Corrí unas cuadras y no pude más, solo me senté en la vereda mientras lloraba desconsolada, con mucho miedo. Me habían pasado situaciones incómodas en el centro o en otros lugares, pero el que fuera al salir de mi casa y que nadie fuera capaz de decir algo, me hizo sentir insegura y culpable.

      Hoy, escribo a las 02.00 de la madrugada porque desperté con una pesadilla de esa situación que viví. Son tantas las situaciones de ese tipo que pasamos desde niñas, que cuando sé que tendré que andar sola, tengo pesadillas horribles mientras duermo. Son cosas que a veces parecen tan normales para los demás, pero que una no la dejan ni dormir.

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        Yo vivo en Copiapó desde hace 5 años, anteriormente vivía en Santiago. Llegué a esta ciudad por temas académicos y si bien me gusta este lugar, desde que llegué aquí he sentido una gran cantidad de acoso callejero. Esto va desde que me digan improperios hasta que me muestren una película pornográfica a través de un celular. Lo que me pasó ayer, 25 de agosto del 2016, es lo que me saturó, y de verdad creo que hay que hacer algo con respecto a este tema.

        Iba caminando desde la feria hacia mi casa, eran alrededor de las 12 del día y miraba hacia abajo, ya que me molestaba el sol. Cerca mío escucho a alguien toser, por lo que reaccioné a mirar. Cuando levanté un poco la cabeza, me di cuenta que era un hombre que me estaba mostrando su pene. Dejé de mirar, solo continué mi camino mirando hacia abajo y le respondí gritando unos improperios. Él no reaccionó, no dijo nada solo se quedo ahí, oculto.

        Este tipo de situaciones me dan mucha rabia y me hacen sentir desprotegida, porque tengo claro que si hubiera llamado a Carabineros, esto hubiera quedado en nada.

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          El 30 de Agosto del 2016, cuando me dirigía al Metro después de una junta con una amiga, el nivel de acoso callejero al que (lamentablemente) me veo expuesta a diario, subió de nivel. Esta vez no me acosaron verbalmente, esta vez ME TOCARON y respondí. En esta ocasión mi acosador cruzó los límites de mi reacción y me paralicé. No supe qué hacer, no lo esperaba. Sentí un fuerte golpe en mi trasero y, como si fuera poco, agregó una frase de connotación sexual. Inmediatamente identifiqué a mi agresor huyendo en bicicleta delante de mí, mientras yo analizaba lo ocurrido y le pedía a mi cerebro que me explicara qué había pasado. ¿Por qué siento dolor? ¿Me tocó? ¡ME AGREDIÓ! ¡UN EXTRAÑO ME AGREDIÓ! Y no sólo me acosó, me humilló. Porque yo, teniendo un punto de vista radical y más que firme con respecto a este tipo de situaciones, sentí vergüenza, a pesar de saber que no fue mi culpa, a pesar de que mi grito de furia y llamado de atención aletargado dijera lo contrario. Luego, vino la incontrolable rabia de saber que mi cuerpo dejó de ser mío en esos segundos, dejé de ser persona y fui un objeto a sus ojos, a esos asquerosos ojos.

          Cuando llegué a mi casa, aún me dolía el violento golpe, pero a pesar de eso mantuve silencio. Me guardé la rabia, porque sabía que si le contaba a mi mamá, su atención se iría al hecho de que regresé muy tarde. Frustrada y con ganas de no quedarme paralizada (como lo estuve en ese momento) quise escribir y compartir lo que está a continuación:

          Hoy un hombre más se creyó el cuento de la superioridad, se creyó la mentira del machismo, se creyó con derechos sobre mi cuerpo y reprimió mi libertad. Hoy un hombre me acosó manifestando su opinión sobre mi apariencia (que nadie pidió) y se sintió con el derecho a tocarme violentamente al pasar. Pero lo más terrible fue reconocer, luego de la violación a mi espacio personal y privado, su juventud entre la cobardía que dejó el viento de su bicicleta. Es irrefutable que el patriarcado sigue pariendo más acosadores cada día, como hijitos pródigos y violentos de un sistema podrido.

          ¿Qué esperan de las mujeres los acosadores? NADA, porque no esperó a que le hablara, no esperó mi aprobación para acercarse, ni tampoco mi percepción de lo que hizo. Lo único que buscan es reafirmar el poder que la sociedad les ha otorgado sobre el cuerpo femenino. Es por esto que decido publicarlo, porque no podemos normalizarlo más, no puedo llegar y acostarme como si nada. Justificándolo con que era de noche, que mis jeans son apretados, que andaba sola. Hay que entender que no hay justificación y que, como él, hay muchos que andan por la calle y por la vida creyendo y transmitiendo las mentiras que les han hecho creer generaciones de machotes acosadores, abusadores y cobardes. La degeneración no se justifica, se combate.

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            En el momento que viví esta situación tenía aproximadamente 14 años y recién estaba empezando a andar sola por la ciudad. Iba camino a la casa de un ex, alrededor de las 11 de la mañana por calle Moneda con Cumming. Estaba muy nerviosa, porque era temprano y sabía que el barrio no era el mejor. De repente, apareció un grupo de personas entre los que venía un tipo mirándome desde lejos y caminando hacia mi. Caminó, siempre con la vista fija en mi, hasta que llegó y tocó mi entrepierna a la pasada. Me tocó sin mayor remordimiento y me susurró algo al oído que no entendí bien. Luego, siguió caminando como si nada. Quedé en blanco sin saber qué hacer, solo seguí caminando, a punto de llorar. Esto sucedió con muchas personas de testigo, hombres y mujeres, y nadie hizo ni dijo algo. Cuando logré llegar donde mi ex, al ver lo consternada que estaba, él se río en mi cara de lo sucedido. Lo tomó como una broma, cambió el tema y ahí quedó.

            Cinco años después continúo recordando esto. No le he contado a nadie en profundidad, ni siquiera a mi mamá. Cinco años después, comienzo a aprender que esto es considerado como un evento de acoso callejero de tipo traumático; y vaya que tiene sentido. Han pasado muchos años y sigo recordándolo como si fuera ayer: cada vez que salgo sola, cada vez que camino por ese lugar (que evito a toda costa), cada vez que me gritan algo en la calle o, simplemente, cada vez que veo a alguien sospechoso en la calle.

            Por eso les pregunto a los acosadores, ¿en serio creen que hacer estas cosas es subirles el autoestima a las mujeres? No, no nos sube el autoestima. Nos trauma de por vida. Hago el llamado a pensar un poco, a ver más allá y a empatizar con quien está a tu lado.

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              Desbloqueé este recuerdo cuando descubrí que había normalizado las situaciones en las que mi intimidad fue violentada, cuando me empecé a conocer y valorar como mujer. Ese día dejé de culparme por aquello y me di cuenta que el machismo es el único responsable.

              Era domingo, verano y hacía el típico calor infernal de Santiago. Salí con short corto y una polera ajustada, evidentemente buscando capear el calor. Doblé por el pasaje hacia el negocio y venía un tipo moreno, de baja estatura y con cara de no ser del sector. Se paró frente a mi, cortando el camino y me tocó. Tocó mi vagina y siguió caminando, como si nunca me hubiese visto. Con solo 12 años no entendí muy bien lo que pasó, pero sabía que nadie debía tocarme ahí sin mi autorización. Volví a la casa, sin decir nada de lo que pasó, me encerré en la pieza y jugué mucho rato tratando de no pensar. Luego me vestí, o más bien me tapé, como se visten las señoritas “decentes” y desde ese día evité usar short y faldas cuando estuviese sola. Solo acepté nuevamente la ropa linda y ajustada cuando salía con mis papás o con alguien que me brindara seguridad.

              Desde ese día el acoso no se detuvo. Me demoré mucho tiempo en aceptar que me gustara, me tocara. A veces, cuando alguien en el Metro o en la calle se acerca mucho, tengo esa sensación de parálisis que todas sentimos cuando somos vulneradas, pero sé que hoy tengo que defenderme. Hace 12 años no tenía idea, porque normalicé estas situaciones e incluso asentí ante aquellos comentarios de: “Deberías sentirte halagada, eres bonita y a los hombres les gustas”.

              Ya me saqué esa venda de los ojos, pero quedan mis sobrinas, mis futuras hijas, mis amigas y las hijas de mis amigas. Todas en una sociedad que nos sigue culpando por nacer femeninas y coartando la libertad de transitar libre, sin miedo por los espacios que por derecho también nos pertenecen.

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                Estaba paseando a mi perrita al frente de mi edificio, cuando vinieron dos ciclistas y me dijeron “que rica esa empanadita te la comería toda” y “te lamería todo ese culito”. Yo con impotencia les respondí “cochinos de mierda vengan a decírmelo a la cara”. Ambos se alejaron, gritándome más groserías de la misma índole. Me sentí tan vulnerable e impotente que me puse a llorar al llegar a mi casa.

                Les relato mi historia, porque sólo quiero que esto se legisle. No quiero que a nadie más le pase este tipo de cosas y que nadie se sienta tan mal como yo me siento ahora.

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                  Al inicio de mi pubertad, hombres de todas las edades (viejos, universitarios y adolescentes mayores que yo) se tomaron el derecho de decirme cosas a mí, una niña de doce años que recién comenzaba a entender los cambios en su cuerpo y lo que sería ser mujer en las calles.

                  Lo que más recuerdo son dos eventos, ambos a mis 14 años. El primero, fue cuando me acercaba al paradero de mi población a tomar micro. Vi a un señor de unos 70 u 80 años que, mientras caminaba hacia mi dirección, me miraba con gracia. Pensé que por observarme de esa manera, y estar en el paradero de mi población, quizás conocía a mi mamá (ella conoce a todos). Entonces pasó por mi cabeza que debería saludarlo, pero él se agachó para ver de frente mi trasero y decirme algo horrible que ni repetiré. Me aterré y encontré el colmo que ni si quiera un adulto mayor respete a una niña que anda sola por la calle.

                  El segundo fue aún peor. Andaba con mi mejor amiga en bicicleta en una villa cercana a la casa de mis padres, cuando un furgón de una famosa panadería comenzó a seguirnos. Nos hicimos a un lado pensando que así nos dejaría, pero no. Nos tiró el furgón para llamar nuestra atención y luego se detuvo, exclusivamente, para hacernos gestos con sus manos y lengua.

                  Ninguna de estos traumáticos episodios se lo conté a mis padres, solo a unas amigas y resultó que todas habían sufrido acoso callejero.

                  Yo ya no quiero que esto sea normal y que tengamos que pasar por lo mismo, menos que sea una situación transversal a todas las generaciones; ni que nuestras niñas tengan que sufrir esos sucios momentos en las calles y que deban “aprender” a afrontarlos.

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                    Tenía 18 o 19 años, iba a tomar la micro después de pasar la noche donde una amiga. Eran las 08:00 horas de un día sábado o domingo, por lo que había poca gente en la calle. Un tipo caminaba detrás mío diciendo: “¡Uy mijita, que no te haría, medio culo!”. Yo iba vestida como niñito (probablemente producto del trauma de sentir que ser femenina es ser débil y propensa a ser víctima, después de años de acoso del mismo tipo) y con caña. Me aburrí. Después de varias cuadras me di vuelta, lo miré y le pregunté: “¿Te ha resultado alguna vez? ¿Una mina te ha dicho ¡ay huevón, me tení tan moja! Vámonos a un motel, culeame ahora ya!? ¿Te ha resultado?” El huevón quedó helado (ahí caché que tenía más de treinta años). Solo atinó a decirme algo así como: “¿Pero acaso está mal que te diga que te encuentro bonita?”.

                    O sea, que decir que quiere meterme cosas en la vagina y el ano ¿es decirme que soy bonita? Aunque me encuentre bonita, ¿por qué tengo que escucharlo?

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                      He sido víctima de acoso callejero desde muy chica, yo diría de que los nueve años aproximadamente. Siempre detesté este tipo de situaciones, pero hay una que quedó grabada en mi memoria.

                      Tenía 12 años y acompañaba a mi mamá a hacer unas compras. Yo estaba vestida de uniforme (faldita y polera), cuando al llegar a la esquina de mi casa (ubicada en un barrio “bien” y en una calle concurrida, en teoría “segura”) un grupo grande de obreros de la construcción comenzaron a silbarnos y a decir piropos molestos. Me sentí muy incómoda, pero seguimos avanzando con mi mamá e intentamos hacer oídos sordos. En eso, una brisa me jugó una mala pasada y me levantó la falda, dejando expuesta mi ropa interior. Fue ahí cuando la situación tomó otros tintes: los silbidos se hicieron más fuertes, se escucharon gritos obscenos y más de alguno hizo gestos y expresiones de índole sexual. La conducta de esos hombres me dejó en shock, sobre todo porque era pequeña y no entendía nada.

                      Cada vez que recuerdo esa situación me vuelve el mismo asco y desagrado. No puedo creer que, a pesar de haber ido acompañada de mi madre y estar a tan solo una cuadra de mi casa, fuera acosada por señores que perfectamente podrían ser mis abuelos. Menos mal que tengo una mamá “chora” que los encaró de inmediato, aunque ellos negaran lo sucedido. Como era de esperar la actitud de “machito” les llegó hasta ahí no más: le echaron la culpa a otros y básicamente la tildaron de loca. Lo dejamos pasar y seguimos caminando, mientras temblaba y lloraba de asco y vergüenza. Sentí que era mi culpa.

                      Siempre fui una niña insegura y tímida, y esto no hizo más que empeorar la situación. Sentía miedo de salir a la calle y de pasar cerca de un grupo de hombres. Lamentablemente, aún queda en mi algo de ese temor. Ni imagino lo difícil que debe ser pasar por experiencias aún más traumáticas.

                      Hoy tengo más confianza a la hora de defenderme, pero aún no lo supero. Seguimos siendo vulnerables y en algún lugar del inconsciente sigue viva la culpa y la vergüenza, como si nosotras escogiéramos pasar por esto.  Solo nos queda luchar por lo que creemos justo para vivir tranquilamente y desarrollarnos en un ambiente respetuoso.