Tenía unos 13 o 14 años cuando iba por mi recorrido habitual del metro a mi casa, volviendo del colegio. Un día como cualquier otro, un tipo me abordó, debe haber tenido entre 18 y 25 años, la verdad es que no lo recuerdo bien. Se presentó diciéndome que él cuidaba autos en esa cuadra y que me veía pasar todos los días; en un par de segundos, el tipo mencionó conocer mis horarios y rutinas (incluyendo los días que salía más temprano o que pasaba con buzo en vez de uniforme). Sin ser grosero, manifestó su interés en conocerme y preguntó mi nombre. Yo le di uno falso y huí. En los meses que siguieron hasta fin de año, no volví a hacer la misma ruta; me bajaba en la estación siguiente, para mantenerme alejada de la calle donde me había abordado el hombre.
El otro día escuchaba a unas conocidas hablar de lo lindo que son ese tipo de gestos románticos, donde los hombres te sorprenden con cosas así. Yo me había olvidado del cuidador de autos, pero lo recordé y se los conté para ejemplificarles que la vida no es como una película; cuando un tipo (que quizá te dobla la edad) te aborda en la calle para decirte que te tiene fichada e identificada, lo que una siente es miedo. Si le sacas el soundtrack, el príncipe azul y la equivocada idea de que una mujer “lo único que quiere” es que la aborde un hombre, la experiencia es escalofriante, no romántica.