Un día normal, yo caminaba por la calle, eran las once de la mañana. Un tipo en un camión pasó por la calle y me dijo un improperio. Yo me molesté mucho e inmediatamente le saqué el dedo del medio. El tipo se detuvo y me empezó a gritar “qué, ¿a caso quieres que te lo meta?”.
Entonces caminé lo más lento que pude, para que él avanzara y no me dijera más cosas, pero el tipo retrocedió en plena calle y siguió insistiendo con gritos, invitaciones e insultos. Me sentí pésimo, me quedé ahí en plena calle sin moverme, pudiendo haber arrancado. No sabía qué hacer o qué decir frente a sus palabras.
Cuando pasó, yo tenía veintidós años, ahora tengo veintinueve. Sin embargo, no se me olvida ese episodio. Mis amigos me dicen que por lo sucedido estoy traumada, pero la verdad es que simplemente odio que las personas crean que tienen ese derecho sobre nuestros cuerpos.
No acepto comentarios sobre mi cuerpo o mi vestimenta, odio los estúpidos “piropos”. Pero creo que está bien, seguiré así. Cuando ellos le gritan algo a una niña que pasa, yo les discuto, les trato de enseñar que no está bien, que es acoso, que nos molesta, que nos ofende, que invade y violenta nuestro espacio.