frustración

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    Me acordé de esto hace muy poco, de alguna forma había logrado bloquearlo y autoconvencerme que no era tan grave. Una prima de mi pololo se casó en Talca y viajamos para asistir. Me puse un vestido precioso, corto, con bolsillos y un tapadito a juego, porque detesto mis brazos gordos. En medio de la fiesta y el bailoteo, me acerqué a la mesa donde estaban mis “tíos políticos” para conversar un rato con ellos. Me paré al lado del padre de la novia, un señor francamente detestable, que se curaba raja en todas las fiestas. Se ponía a hablar estupideces y a ofender a su señora hablando intimidades atroces. Hasta ese día lo encontraba casi cómico y simplemente le hacía el quite. Para todos los demás, era casi una tradición que el tío te diera la lata con sus intimidades sexuales ordinarias, una especie de rito de iniciación en la familia.

    Estando yo de pie junto a su silla, sentí una mano que subió desde mi rodilla hacia arriba por mi muslo. Me quedé helada. Simplemente no podía creer lo que estaba pasando. Me congelé, él era el padre de la novia, yo estaba celebrando el compromiso de su hija, estábamos todos tan elegantes, estábamos rodeados de gente. Entonces no comprendí nada, me preguntaba si él realmente me estaba haciendo eso o si lo estaba imaginando.

    Mientras yo pensaba todo esto, la mano seguía subiendo y ya hasta me había levantado el vestido, mi vestido precioso, tan delicado y femenino. Ahí desperté de mi colapso mental y pensé “conchetumadre, este viejo asqueroso me acaba de correr mano a vista y paciencia de todo el mundo”. Si no hubiera sido por mi suegra quien le dio un carterazo (o un servilletazo, no recuerdo), le gritó “¡suéltala!” y me dijo que me fuera para otro lado quizás yo en mi confusión hubiera seguido ahí congelada. Nunca volvimos a hablar de eso. Le conté a mi pololo pero él tampoco lo consideró muy importante, de seguro yo en el momento no lo hice tampoco entre la vergüenza y el pudor, pues estaba pasmada y ambos habíamos tomado algunos tragos.

    La fiesta siguió, a mí me costó mucho volver a ponerme a bailar, tampoco quería que pensaran que era una amurrada o que iba a arruinarle la fiesta a los novios, que no tenían culpa de nada. Qué curioso cómo nos enseñaron a pensar que cualquier cosa o norma social  es más importante que nosotras.

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      Viví un ejemplo claro de la poca importancia que se le da al acoso sexual callejero. Conversando con un amigo, le comenté que iba en un bus y que el chofer abrió la ventana para silbarle a una mujer. Yo estaba realmente sorprendida de que el chofer hiciera eso (manejaba un bus de acercamiento de la universidad). Mi amigo luego de escucharme me dijo: “bueno eso pasa todos los días”. Yo le dije que eso era una forma de acoso sexual , y él me respondió: “le estás poniendo MUCHO color”. Yo insistí con mi postura y mi amigo terminó diciéndome: “bueno, pero si las mujeres andan vestidas mostrándolo todo, ¿qué esperas?“.

      Yo aún no puedo creer que un amigo mío, inteligente, con estudios universitarios, me haya respondido eso. Por eso lo comparto, para mi es la mayor evidencia de que este tema, para los hombres, simplemente no es tema.

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        Me pasa siempre cuando salgo y lo detesto. No hay día en que pueda salir tranquila, sin que un imbécil me grite algo, me toque la bocina o blah, blah, blah. Llegó un momento en que no quería ni salir, porque no me quería amargar el día con ese tipo de cosas, porque es algo que realmente te quita el ánimo del día, te llena de impotencia y ya no quieres ni volver a salir. O, por lo menos, no salir sola. Hasta que fue tanta la rabia, que en las calles perdí todo lo señorita, gritándole a los tipos o haciéndoles el típico “hoyuo”, porque ya estoy harta.

        Pero lo  más asqueroso y terrible que me ha pasado en las calles y que me hizo salir una furia terrible, fue una vez en la que iba caminando por el centro de Santiago. Pasa un tipo y me mira con una cara de imbécil, como si nunca hubiese visto piernas en su vida el muy idiota. Suelo usar shorts en verano, porque no quiero morir de calor. Bueno, sigo caminando y el tipo muy cara dura se devuelve y me dice al oído -lo que me dio un asco enorme- “con ese poto, mamita, qué no te haría”. Y no satisfecho con eso, el muy cerdo me da un agarrón, pero con tantas ganas que me hizo sacar una furia y le planté un combo en toda la cara al muy imbécil. También le grité un par de cosas. El gil quedó helado y yo con una mezcla de indignación, rabia, impotencia y un asco tremendo.

        Detesto que una tenga que pasar por este tipo de cosas cuando sale, no soporto los “piropos”, odio las miradas de babosos, odio al típico viejo verde que no se aguanta las ganas de decirte algo. En fin, creo que este tipo de actos son una falta de respeto total, ¿estos tipos no tiene madre acaso? Con este tipo de cosas no dan ganas de salir a la calle y ahora que mi hermana chica tiene que ir al colegio sola, para mí es terrible pensar que le pueda pasar algo como eso.

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          Fue un lunes por la mañana, como a eso de las diez. Tomé la micro para irme a la U y me senté en el tercer asiento, justo en la mitad de la micro, del lado de la ventana. Pasado un rato, se sentó a mi lado un señor, se veía muy normal, debió tener unos 40 años, no más que eso. Yo iba escuchando música y mirando hacia afuera. De pronto empecé a sentir unos codazos en el brazo, pensé que el tipo estaba sacándose algo del bolsillo y no le di importancia, pero se repetían mucho, me volteé a mirar y se estaba masturbando al lado mío. Me quedé congelada, sentí mucho miedo. ¡¡La micro iba llena!!

          Todos los asientos al rededor estaban ocupados, yo solo quería que todo eso terminara. Pasaron como cinco minutos eternos y entonces la micro se detuvo. Él se acomodó el paquete, se limpió los dedos en el respaldo del asiento de enfrente y se bajó muerto de la risa, corriendo. Yo me bajé en el siguiente paradero. Estaba aterrada, miré a todos en la micro y NADIE SE INMUTÓ. Me bajé llorando y tiritando, me senté en la plaza de Viña y ahí me percaté que tenía toda la pierna derecha moqueada. No andaba ni con confort, así que tuve que limpiarme la cochinada con el morral.

          Sentí rabia, asco, frustración, impotencia y mucho miedo. Una a veces escucha estas historias y piensa “me pasa eso, le saco la chucha al tipo, grito, le doy un combo en los cocos”, pero en ciertas ocasiones estas cosas te pillan de sorpresa y te hacen sentir vulnerable como una niña y recuerdas todas los traumas, los punteos, los acosos callejeros desde que te empezaron a crecer las tetas -y desde antes- y cómo hombres como estos se encargaron de cagarte la mente. Y te congelas, así de simple.

          Era la primera vez que algo así me pasaba, no supe qué hacer ni cómo pedir ayuda. Y sé que no es mi culpa y que no soy una tonta por no haber reaccionado a tiempo. Las que han pasado por algo así entenderán cómo trabaja en nosotras el miedo frente a ese tipo de violencia.

          Ese día llegué a la U y entré a clases como si nada hubiese pasado, me limpié en el baño con toda la dignidad del mundo y me prometí que jamás me permitiría volver a pasar por algo así de nuevo, no solo por mí, sino por mi hija, porque sé que por mucho esfuerzo que haga, siempre estará latente el
          peligro de encontrarse con UN HIJO SANO DEL PATRIARCADO, porque ese hueón no
          estaba enfermo y como él hay muchos.

           

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