Miedo

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    Para ir a mi lugar de estudio viajo diariamente en Metro, aproximadamente durante una hora y un poco más. Se dan situaciones en las que dependiendo de lo que me ponga, debo andar con más cuidado, lo que es incómodo y asqueroso. Un día, mientras subíamos en el caos que se da en Vicente Valdés, un señor comenzó a comentarme sobre cómo subíamos. Suelo viajar escuchando música para evitar tener que responder a viejos, y para poder justificarme con un “no escuché”, pero esta vez eso no bastó. El señor comenzó a irse cada vez más encima de mí, y como sabrán el espacio disponible para “hacerse a un lado” en hora punta no existe, por lo que sin querer incomodé a otras personas intentando correrme. No me importaba si alguien me decía algo, ya que solo quería evitar estar en el mismo espacio que aquel señor. Con su cuerpo seguía insistiendo, y sentía cómo casi se restregaba encima de mí. Soy una persona tímida, no normalmente, pero estas situaciones me bloquean y no sé qué hacer. Solo sabía que debía salir de ahí, pero no tenía dónde. Podía bajarme, pero me daba miedo que él hiciera otra cosa y pasara solo por “roce”. Para mi desgracia, el señor se bajaba en la misma estación que yo, por lo que intenté ir detrás de él para que no se diera cuenta de que yo también me había bajado ahí. No sé si lo logré.

    Al otro día en la mañana, para mi mala suerte, aquel señor subió en la misma estación que yo. No lo reconocí por su cara, ya que el día anterior me había dado vergüenza mirarlo, pero si por su ropa. Usaba el mismo asqueroso polerón de polar azul, lo reconocí por el puño al afirmarse y se ubicó justo atrás mío; la situación fue la misma. No sabía qué hacer, quería llorar y pedir ayuda, pero la verdad es que no me atreví. Cuando bajé en Vicente Valdés, aquel señor también lo hizo, por lo que quise mezclarme entre la gente y no lo logré. Al subir al nuevo carro el señor quedó a un cierta distancia de mí, ahí fue cuando lo miré y él también me miró, quise saber quién era, porque me propuse no dejar que hiciera lo mismo. Con el transcurso del viaje, y mientras algunos subían y otros bajaban, los que nos quedábamos arriba “nos acomodábamos” como podíamos. Quise creer que aquel señor no iría donde yo estaba, pero me equivoqué, se puso atrás mío a puntearme derechamente. Pensé en gritarle; quería hacerlo; pero una vez más me congelé y solo atiné a “intentar correrme” de ahí aunque eso incomodara a otros.

    Las personas me vieron incómoda, pero nadie dijo nada. No era su obligación, pero si lo hubieran hecho me habrían ayudado mucho. Tengo la gracia de no volver a verlo, pero el temor siempre está ahí. Intento recordar su cara y su ropa para no confundirme si lo veo. La verdad es que tengo miedo de verlo, de saber que es él, de que me reconozca, de ser estúpida y de no volver a hacer nada. Porque a pesar de que anhelo no viajar más en metro en hora punta, no puedo dejar de hacerlo, no puedo dejar mis estudios por esto.

    Cuento esto porque la verdad no se lo he contado a nadie y necesitaba hacerlo. Viajar con temor es horrible, puede por ser el mismo hombre, puede ser otro, pero no puede ser que esto siga pasando.

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      Tenía unos 13 o 14 años cuando iba por mi recorrido habitual del metro a mi casa, volviendo del colegio. Un día como cualquier otro, un tipo me abordó, debe haber tenido entre 18 y 25 años, la verdad es que no lo recuerdo bien. Se presentó diciéndome que él cuidaba autos en esa cuadra y que me veía pasar todos los días; en un par de segundos, el tipo mencionó conocer mis horarios y rutinas (incluyendo los días que salía más temprano o que pasaba con buzo en vez de uniforme). Sin ser grosero, manifestó su interés en conocerme y preguntó mi nombre. Yo le di uno falso y huí. En los meses que siguieron hasta fin de año, no volví a hacer la misma ruta; me bajaba en la estación siguiente, para mantenerme alejada de la calle donde me había abordado el hombre.

      El otro día escuchaba a unas conocidas hablar de lo lindo que son ese tipo de gestos románticos, donde los hombres te sorprenden con cosas así. Yo me había olvidado del cuidador de autos, pero lo recordé y se los conté para ejemplificarles que la vida no es como una película; cuando un tipo (que quizá te dobla la edad) te aborda en la calle para decirte que te tiene fichada e identificada, lo que una siente es miedo. Si le sacas el soundtrack, el príncipe azul y la equivocada idea de que una mujer “lo único que quiere” es que la aborde un hombre, la experiencia es escalofriante, no romántica.

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        Hoy tomé el Metro más tarde. Suelo irme temprano para evitar la hora punta. Estudio en el Liceo 7 de Providencia y lo tomo desde la estación Calicanto hasta los Héroes, para luego hacer combinación hasta Pedro de Valdivia. Hoy, cuando tome el Metro, me di cuenta que el tren que iba delante del mío le estaba saliendo humo y dejó pasado a plástico quemado. El Metro avanzaba lento por lo que se empezó a juntar mucha gente en cada estación y, por ende, mi vagón estaba cada vez más lleno. Cuando llegué a la estación Pedro de Valdivia el olor a plástico quemado ya era insoportable, por lo que cuando se abrieron las puertas, se juntó mucha gente para salir. Avancé lento y justo cuando estaba en el fierro que esta frente a cada puerta, sentí que me dieron un agarrón, ¡quede helada! Me di vuelta para mirar quién me había agarrado y solo vi gente que me empuja para tratar de salir. Seguí avanzando y en la escalera me toqué la chaqueta en la parte del trasero, pensando que quizás se habían masturbado detrás de mí y podía tener semen en la chaqueta. Pensé esto porque a una compañera le pasó en el metro. El agarrón que me dio fue sobre la chaqueta que me cubre el trasero, no fue un roce o que puso su mano, si no que me agarró un buen pedazo de carne.

        El Liceo 7 está junto al Metro, cuando llegué en la entrada estaban varias inspectoras, me acerqué a la mía y le comenté  la situación, porque todavía estaba en shock. Ella me llevó con  la enfermera del liceo, le conté y me puse a llorar. Fueron la psicóloga y la encargada de convivencia escolar, quienes conversaron conmigo y me preguntaron si quería hacer la denuncia. Luego junto con la inspectora general fui a Carabineros y al Metro a dar aviso. Me sentí muy apoyada por mi liceo, porque no se tomó como algo común, sino como algo grave.

          1 1999

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          Llevo unos meses viviendo en Santiago debido a mis estudios. Estaba tranquila porque no había pasado nada desagradable, hasta hoy. Venía en la micro de vuelta de la universidad, y se subió un sujeto joven a recitar poesía por unas monedas. Yo no estaba prestando atención y en ningún momento lo miré, estaba escuchando música y mirando por la ventana. Resultó que íbamos al mismo paradero y mientras me bajaba, él tomó mi mano para ayudarme a bajar. Yo respondí un gracias cortado, pero el sujeto no me soltó la mano. En vez de eso, no encontró nada mejor que recitarme poesías de su invención al oído, diciendo que yo era muy hermosa, que ojalá nos volviéramos a ver, que no me asustara y que no podía dejar de mirarme, todo eso en verso y arrinconándome contra el paradero. De susto casi no me salía la voz y lo único que atiné a decir fue “ya, suéltame por favor, suéltame”. Cuando finalmente lo hizo, tiró su cuerpo contra el mío, me dio un beso en la mejilla  y puso todo su pene, que sobresalía del pantalón, en mi pierna. ¡Fue asqueroso! Y más encima, mientras yo huía, vi como otro hombre, que estaba manejando un auto con la ventana abajo, se reía pese a haber sido testigo de toda la situación.

          Quizás no fue un gran acoso o podría haber sido peor, pero yo estoy indignada. ¿Quién me quita ahora la sensación de haber sido violentada? ¿Por qué ese tipo se creyó con el derecho de decirme y hacerme cosas que nunca le pedí? Siempre pensé que si me llegaban a acosar alguna vez, iba a responder y sacar toda mi fuerza. Pero la situación fue tan de la nada, y tan incómoda, que no supe qué hacer, ni cómo reaccionar. Ahora tengo mucha rabia y pena, me gustaría volver a atrás, apartar a ese hombre, alejarme y responderle. Pero no puedo. El único recuerdo que me quedará es la risa del otro personaje que consideró mi acoso un espectáculo entretenido de ver, porque la idea de ayudarme claramente jamás se le pasó por la cabeza. Gracias a la conducta de ese tipo de gente, ya no podré caminar en las calles con la misma tranquilidad y soltura de siempre.

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            Desde mi adolescencia he sufrido acoso. Tuve un vecino que me seguía y cuando salía a comprar me esperaba en las esquinas y me llamaba. Debido a que vivía junto a mi casa, sabía cada uno de mis movimientos. Lo más atrevido que hizo fue seguirme un día temprano en su auto mientras yo iba camino a la escuela, se detuvo en frente de mí y me abrió la puerta de su auto.

            He crecido con esa impotencia de no poder hacer nada, ya que si respondes algo te pueden insultar más o agredir físicamente, lo que sería terrible, porque un hombre siempre va a tener más fuerza que una mujer que no tiene entrenamiento.

            Nunca he sido sensual, coqueta, ni he tenido un físico perfecto, pero siempre fui la más alta de mi clase y con caderas prominentes. Hoy mido 1.65 metros, tengo un sobrepeso importante y me visto como un vagabundo, según dice mi padre, pero aún así los tipos se me acercan para decirme al oído estupideces. Con 24 años me da terror caminar junto a un hombre mayor en la calle.

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              He sido víctima de acoso callejero desde muy chica, yo diría de que los nueve años aproximadamente. Siempre detesté este tipo de situaciones, pero hay una que quedó grabada en mi memoria.

              Tenía 12 años y acompañaba a mi mamá a hacer unas compras. Yo estaba vestida de uniforme (faldita y polera), cuando al llegar a la esquina de mi casa (ubicada en un barrio “bien” y en una calle concurrida, en teoría “segura”) un grupo grande de obreros de la construcción comenzaron a silbarnos y a decir piropos molestos. Me sentí muy incómoda, pero seguimos avanzando con mi mamá e intentamos hacer oídos sordos. En eso, una brisa me jugó una mala pasada y me levantó la falda, dejando expuesta mi ropa interior. Fue ahí cuando la situación tomó otros tintes: los silbidos se hicieron más fuertes, se escucharon gritos obscenos y más de alguno hizo gestos y expresiones de índole sexual. La conducta de esos hombres me dejó en shock, sobre todo porque era pequeña y no entendía nada.

              Cada vez que recuerdo esa situación me vuelve el mismo asco y desagrado. No puedo creer que, a pesar de haber ido acompañada de mi madre y estar a tan solo una cuadra de mi casa, fuera acosada por señores que perfectamente podrían ser mis abuelos. Menos mal que tengo una mamá “chora” que los encaró de inmediato, aunque ellos negaran lo sucedido. Como era de esperar la actitud de “machito” les llegó hasta ahí no más: le echaron la culpa a otros y básicamente la tildaron de loca. Lo dejamos pasar y seguimos caminando, mientras temblaba y lloraba de asco y vergüenza. Sentí que era mi culpa.

              Siempre fui una niña insegura y tímida, y esto no hizo más que empeorar la situación. Sentía miedo de salir a la calle y de pasar cerca de un grupo de hombres. Lamentablemente, aún queda en mi algo de ese temor. Ni imagino lo difícil que debe ser pasar por experiencias aún más traumáticas.

              Hoy tengo más confianza a la hora de defenderme, pero aún no lo supero. Seguimos siendo vulnerables y en algún lugar del inconsciente sigue viva la culpa y la vergüenza, como si nosotras escogiéramos pasar por esto.  Solo nos queda luchar por lo que creemos justo para vivir tranquilamente y desarrollarnos en un ambiente respetuoso.

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                Hace aproximadamente una semana, comencé a recibir mensajes y una fotografía sexualmente explícita de una persona con la que, si bien es cercana, nunca ha tenido ningún tipo de relación de amistad. Sus mensajes no son violentos, ni de amenaza, pero si reiterados y obviamente incómodos.

                Me dirigí a la Policía de Investigaciones (PDI), ya que esto puede poner en riesgo a mi núcleo familiar (debido a ciertos detalles que aún no me parece pertinente compartir). Expuesto todo esto, el detective sólo fue capaz de explicar que mi petición de denuncia no tenía validez, ya que no era menor de edad. En ese contexto, llamar a alguien -aunque sea de forma reiterativa- a su celular y enviar imágenes sexuales, no era un delito de acuerdo a lo que establece la calificación etaria. Para que me quedara tranquila, el funcionario agregó que podía dejar constancia por abuso sexual impropio, pero que lo más probable es que no iba a pasar a un archivo porque no habían pruebas contundentes. En conclusión, mientras este sujeto no amenazara mi integridad, ni la de un tercero (y pueda comprobarlo), no había motivo para interponer una denuncia.

                Como broche de oro el detective añadió frases como: “Quizás él esté enamorado de ti” o “este tipo de cosas es normal”.

                ¿Normal? ¿Para quién es normal este tipo de conductas?

                Preferí retirar mi carnet e irme.

                En la oficina, nadie empatizó con mi miedo y asco. Ambos funcionarios consideraron que no les concernía y que no era más que un show de una niña cartucha.

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                  Tengo 25 años, soy una profesional del área de las ciencias sociales y procuro trabajar por el bienestar de otros. El camino ha sido difícil.

                  La primera vez que me sentí violentada fue a los 16 años mientras iba camino al colegio. Todas las mañanas un vecino mayor, de 60 años, se sentaba al mi lado cuando viajábamos en la micro. Un día me tocó y al mirarlo, él me pidió que no dijera nada. Al comienzo creí que no había sido intencional, pero luego volvió a tocarme y yo lo enfrenté. Llegué a mi colegio y no hice más que llorar de impotencia. Después con mis padres establecimos una denuncia en Carabineros y con el tiempo nos citaron a la Fiscalía para declarar. En aquella ocasión, el persecutor me señaló que no tuviera esperanzas, porque por lo general estas denuncias no terminaban en nada.

                  Han pasado cerca de 10 años, he vuelto a ver a este hombre en distintas ocasiones, y me sigue generando miedo. Algunas personas creen que hacer este tipo de actos puede ser insignificante, pero pienso que poca gente dimensiona el daño que esto produce en las víctimas. En mi caso tuve que enfrentar un tratamiento psicológico, ya que afectó mis relaciones interpersonales. Comencé a sentir miedo a los hombres, miraba con desconfianza las muestras de cariño y dejé de sentirme cómoda con las ropas más llamativas.

                  Es por esto que escribo mi testimonio, porque estoy cansada de sobrellevar una situación que atentó contra mi voluntad y que me ha perjudicado tanto. ¡Es necesario que todos y todas terminemos con el acoso y volvamos a sentirnos seguros y seguras en nuestros propios espacios!

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                    Un día cuando me disponía a ir a clases particulares, un hombre de 18 años más o menos empezó a seguirme. Yo aceleré el paso, ya que nunca había sufrido acoso ni nada similar. Cuando ya estaba en la puerta del establecimiento, me percaté que el tipo se había quedado un poco atrás, pero sentí que iba a venir hacia mí. Me puse tan nerviosa, que empecé a tocar la puerta para que alguien me abriera; cuando por fin lo hicieron, él me dijo a escasos pasos: “Pero no se me esconda mamita”. El acosador se rió y no dejó de mirarme hasta que entré.

                    Nunca había sentido tanto miedo. Algunas veces cuando voy sola, me acuerdo de esto y pienso en qué habría pasado si nadie hubiera abierto la puerta.

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                      Iba escuchando música en el Metro. Frente a mí, estaba un viejo con su celular en la mano. No le preste atención hasta que vi cómo levantó su celular apuntando a la zona de mi busto y me pasé el rollo de que me había tomado una foto. Miré  de reojo su celular y vi que envió la imagen de mis pechos por Whatsapp.

                      No supe cómo reaccionar. No sé de dónde saqué fuerzas. Lo increpé, le grité e incluso lo golpeé. La gente miraba sin hacer nada, sin ayudarme. Me bajé junto con él y una mujer. Comencé a llorar mientras el mostraba su álbum de  fotos diciendo que no había hecho nada.

                      Mientras llegaban los guardias, aún tenía su celular y aunque intentamos quitárselo, él no lo soltó y debió haber borrado la foto. Carabineros tomó la denuncia, le revisaron el teléfono, pero no encontraron nada.

                      ¡Me siento sucia, ultrajada, pasada a llevar y con rabia de que no encontraran pruebas en su contra! No puedo olvidar lo que vi y lo que él hizo. Él se rio de mí. Me sentí impotente. Aunque se fue con los Carabineros, ya no había pruebas.