Miedo

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    El año pasado, me tuve que vestir de pseudo Moulin Rouge para unas actividades del aniversario de mi colegio. Cuando iba caminando al departamento de mi amigo a cambiarme a mi ropa normal, pasó un tipo en bicicleta, que no debe haber tenido más de 19 años -yo tengo 17-, y me dio una palmada en el trasero que me debe haber dolido por lo menos 40 minutos. No pude hacer nada, porque salió pedaleando tan rápido que se me perdió en cinco segundos. Quedé asqueada y con miedo todo el día.

    Esto es para quienes suelen decir ”son puros viejos depravados”. No, no es así. Esta generación, MI generación, es igual a las demás. Da pena saber que sus papás no son capaces de enseñarles a respetar.

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      Yo también he vivido situaciones horribles. La que me marcó fue ésta. Tenía unos doce años -actualmente tengo 25- me había puesto un pantalón morado muy lindo, que me hizo mi abuelita. Era ajustado a mi cuerpo y tenía una polerita con un chalequito lindo, del mismo color. Jamás lo olvidaré
      porque eran preciosos.

      Salí a comprar al negocio de la esquina y en ese trayecto pasaron tres hombres diciéndome sus piropos groseros. Pasó otro hombre que me quedó mirando con cara perturbadora, me dijo algo así, “estoy soltero, ¿quieres ser mi mujer?”. ¡Yo solo tenía 12 años! No estaba ni ahí con nada. Mi mundo era inocente, jugaba o miraba televisión. Todo era sano.

      Ese día, volví a mi casa, me saqué toda la ropa y le dije a mi mamá que nunca más quería usar pantalones ajustados a mi cuerpo, ni nada que mostrara algo, me daban miedo los hombres. No quería ponerme esa ropa y mi mamá tuvo que comprarme pantalones sueltos. Usé mucho tiempo esos pantalones, todo por culpa de hombres que no controlan sus emociones, que carecen de sentido común, que carecen de valores como el respeto.

      Hoy en día también a veces quiero usar falda y las uso re-poco, porque inconscientemente las descarto. En la calle no se puede caminar tranquila, por las miradas, las groserías que llaman piropos, que son a mil por hora.

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        A mí me pasó vivir la ineptitud de carabineros, a los 12 años. Estaba con mi hermana de 14 años. Era una mañana de verano, ambas estábamos en la casa solas, hacía calor y vestíamos pijama ligero. Nos despertó el timbre que sonaba y sonaba. Yo no salí a abrir la puerta. Pasados unos 10 minutos,  entraron a la casa unos cuatro sujetos a robar. Con mi hermana nos escondimos en la pieza del fondo
        y llamamos a carabineros. Veinte minutos después, llegaron y los “flaites” alcanzaron a arrancar antes de encontrarnos en la pieza con mi hermana.

        Sin duda fue una experiencia extrema y cuando llegó carabineros, quisimos sentirnos protegidas, pero mientras ellos tomaban nuestro testimonio, no dejaron de mirarnos de forma libidinosa. De hecho, habían terminado de tomar nuestros datos, ya no decían nada pero se quedaron ahí, mirándonos, “desnudándonos” con sus miradas. En ese momento nos sentimos de nuevo vulnerables y temimos por nuestra integridad. Este tipo de experiencia de sentir temor en vez de protección y seguridad de parte de carabineros, se ha reiterado en muchas otras experiencias similares en mi vida.

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          Fue un lunes por la mañana, como a eso de las diez. Tomé la micro para irme a la U y me senté en el tercer asiento, justo en la mitad de la micro, del lado de la ventana. Pasado un rato, se sentó a mi lado un señor, se veía muy normal, debió tener unos 40 años, no más que eso. Yo iba escuchando música y mirando hacia afuera. De pronto empecé a sentir unos codazos en el brazo, pensé que el tipo estaba sacándose algo del bolsillo y no le di importancia, pero se repetían mucho, me volteé a mirar y se estaba masturbando al lado mío. Me quedé congelada, sentí mucho miedo. ¡¡La micro iba llena!!

          Todos los asientos al rededor estaban ocupados, yo solo quería que todo eso terminara. Pasaron como cinco minutos eternos y entonces la micro se detuvo. Él se acomodó el paquete, se limpió los dedos en el respaldo del asiento de enfrente y se bajó muerto de la risa, corriendo. Yo me bajé en el siguiente paradero. Estaba aterrada, miré a todos en la micro y NADIE SE INMUTÓ. Me bajé llorando y tiritando, me senté en la plaza de Viña y ahí me percaté que tenía toda la pierna derecha moqueada. No andaba ni con confort, así que tuve que limpiarme la cochinada con el morral.

          Sentí rabia, asco, frustración, impotencia y mucho miedo. Una a veces escucha estas historias y piensa “me pasa eso, le saco la chucha al tipo, grito, le doy un combo en los cocos”, pero en ciertas ocasiones estas cosas te pillan de sorpresa y te hacen sentir vulnerable como una niña y recuerdas todas los traumas, los punteos, los acosos callejeros desde que te empezaron a crecer las tetas -y desde antes- y cómo hombres como estos se encargaron de cagarte la mente. Y te congelas, así de simple.

          Era la primera vez que algo así me pasaba, no supe qué hacer ni cómo pedir ayuda. Y sé que no es mi culpa y que no soy una tonta por no haber reaccionado a tiempo. Las que han pasado por algo así entenderán cómo trabaja en nosotras el miedo frente a ese tipo de violencia.

          Ese día llegué a la U y entré a clases como si nada hubiese pasado, me limpié en el baño con toda la dignidad del mundo y me prometí que jamás me permitiría volver a pasar por algo así de nuevo, no solo por mí, sino por mi hija, porque sé que por mucho esfuerzo que haga, siempre estará latente el
          peligro de encontrarse con UN HIJO SANO DEL PATRIARCADO, porque ese hueón no
          estaba enfermo y como él hay muchos.

           

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            principal testimoniosCuando se nos pregunta sobre los piropos, silbidos y esas cosas, a muchas personas se les hace raro que algunas mujeres respondamos que nos molestan. Estando en el colegio, no lo entendía, pero ahora que uno crece se va dando cuenta de lo insoportables e incómodos que son.

            Por desgracia, en Chile, aún no se ha aprendido que ese tipo de cosas nos hacen sentir mal, incómodas y algo temerosas.

            Un día yendo del metro a mi casa -diez o quince minutos a pie-, conté tres tipos que me silbaron o me dijeron piropos, desde que subí por la escalera mecánica. Me bajó una mezcla de enojo extremo y pánico tremendo. El enojo fue porque los piropos, miradas y acoso en general lo hacen cobardes que después de decirnos algo o mirarnos se van sin ningún resentimiento; el pánico, porque a una se le pasan mil y una cosas por la cabeza, entre ellas un toqueteo o una violación.

            Confieso que me gusta mucho usar faldas y zapatos, pero sin provocar. Para que no se malinterprete: piensen en una estudiante universitaria promedio, entre 18 y 22 años, usa transporte público todos los días a diferentes horarios (el más tarde a las 17 hrs.),  no trabaja sino que sólo estudia en la universidad. Establecido el perfil, imaginen que se sube al metro, hora punta y lleno a reventar. Todas las mujeres sufrimos un miedo tremendo cuando nos damos cuenta de que nos están mirando, y no es necesariamente los ojos: muchas hemos sorprendido a hombres que nos miran el escote o las piernas. A la vez, vamos pendientes de dos cosas o más: que no nos roben, que estemos bien afirmadas para no caernos, que no nos toqueteen y, peor aún, tenemos que estar atentas a que no nos graben debajo de la ropa.

            Agreguemos la sanción social que a veces nos hace sentir culpables de cómo nos vestimos. Si bien en casa y en las tiendas compramos la ropa o zapatos a nuestro gusto y la probamos o nos vemos en el espejo antes de salir, es en público cuando se sufre. No sólo de hombres. Algunas mujeres, la mayoría de ellas de avanzada edad, miran a las mujeres jóvenes, que nos preocupamos de nuestra apariencia con una cara nunca antes vista. Recuerdo haber ido camino a clases en Metro y al frente mío se sienta una mujer de 50 años o más, que no me quitó la vista hasta que se bajó del tren. Mi falda no era tan corta, a la rodilla o un par de centímetros sobre ella. Todavía no entiendo por qué la mujer me miraba todo el trayecto, de pies a cabeza, como inspeccionando para saber si era una persona “decente” o no.

             Pero volvamos a los hombres: tienen la cobardía de decirnos cosas molestas y de acosarnos. En vez de decir frases aberrantes y al borde de la violación, podrían ocupar esa osadía para respetar a las mujeres. Mirarlas a la cara cuando les hablan y tener normas mínimas de comportamiento, no sólo ante las féminas, sino que ante la sociedad en general.

            NO ES NORMAL andar por la calle acosando a las mujeres. Si los delitos de violación, violencia física y verbal y la pedofilia están penados no sólo por las leyes de este país, sino que por las del mundo y son hechos reprochables por casi todos los habitantes del globo, tanto como la segregación social, el racismo o la discriminación…. ¿por qué el acoso callejero, que lleva muchas veces a la violación, no se considera delito? Es una tarea que tenemos pendiente y que debe empezar por un cambio social, consistente en denunciar y apoyar a las mujeres que sufren con estas frases y acosos reiterados y que son perpetuados por cobardes y poco hombres. Y mujeres… no cambien el modo de vestir y de ser por estos sinvergüenzas.  Sean felices siendo ustedes mismas.