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    Tenía 11 años e iba caminando a mi casa, cuando un hombre en un auto me preguntó por una dirección. Amablemente le indiqué donde quedaba la calle que buscaba. Luego me preguntó si conocía a una persona que supuestamente vivía por ahí y yo le dije que no. Comenzó a preguntarme por mi edad y a decirme que le gustaban mis senos, entonces miré el mapa que tenía en sus manos y descubrí que se estaba masturbando. Ni siquiera recuerdo haber tenido miedo, solo quedé  profundamente impactada.

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      Cuando tenía 14 años, estaba en una escuela de modelos, por lo que iba a clases de pasarela. Era muy menor, pero alta para mi edad. Un día, bajé en San Diego para tomar el Metro. No llevaba ni dos pasos en la vereda, cuando un hombre que iba con su hijo de al menos 8 años me dijo (parándose frente a mí): “Te chuparía todo el chorito”. Quedé pasmada, a pesar de haber sufrido acoso con anterioridad. El hijo del hombre se puso rojo de vergüenza y le decía: “Papá por favor cállate’’, sin embargo mientras me alejaba, el hombre insistía en referirse a mi vagina. Llegué a mis clases llorando y no sabía qué decir cuando me preguntaron qué me pasaba.

      Todavía siento rabia al recordar el episodio tan violento al que me vi enfrentada, y más encima delante de un pequeño de 8 años. Su padre no tuvo interés en escuchar sus ruegos. Yo sentí horror, rabia y pena. Por eso creo, que educar es la clave para que estás cosas tan insertas en nuestra cultura, desaparezcan.

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        En 2013 iba a mi casa después de salir de clases, con mi jumper que ni siquiera es provocador y un polerón ancho que me llegaba hasta el trasero; en esos momentos tenía 14 años. Estaba a una cuadra de mi casa cuando furgón blanco se estacionó frente a mí. De ahí se bajó un hombre de unos 40 años que iba de copiloto, me agarró y empezó a tocarme, ¡se estaba masturbando! No supe qué hacer y quedé en shock. Él intentó subirme al furgón y lo único que atiné a hacer fue a tratar de safarme. Menos mal que justo iba pasando gente por la vereda de al frente, así que me dejó. Salí corriendo desconcertada, ya que no entendía bien que había pasado, corrí hasta el portón de la villa donde vivo e intenté buscar las llaves pero no pude de lo nerviosa que estaba, ya que pensaba que me seguía de nuevo. Entonces corrí hasta el otro lado de la villa donde la puerta del portón estaba abierta, cuando por fin llegué a la puerta de mi casa la golpeé con tanta fuerza que mi mamá abrió asustada y me dijo: “¿Qué te pasa?”. Y yo sólo me puse a llorar. Después de contarle lo que había sucedido, fuimos a la comisaría que queda cerca de mi casa, pero una vez allí los carabineros me dijieron que estaban de manos atadas, porque no habían pruebas. ¡Sentí mucha rabia! Ni siquiera salieron a rondar por el sector para ver si veían el furgón blanco. Me costó tanto superar lo que pasó que, desde ese día y durante todo ese año, mi mamá me tuvo que ir a dejar y a buscar al colegio.

        Ahora, con 16 años, estaba esperando a mi mejor amigo afuera de un supermercado, que era donde nos íbamos a juntar, pero llegué antes, y mientras lo esperaba, un taxista de como 60 años se paró frente a mí, me tocó la bocina y dijo: ”Yo la llevo mi guachita, venga mamita’’. Lo bajé y lo subí a garabatos hasta que se fue; me dio mucha rabia e impotencia, porque me vinieron los recuerdos de lo que me había pasado anteriormente y me puse a llorar hasta que llegó mi mejor amigo.

        Me he topado con tanta gente pervertida, que ya casi ni me siento segura en este país en donde si te acosan, nadie hace nada. Además siento rabia que digan que es por cómo nos vestimos, porque me visto normal y no ando de provocativa por la vida. Es más, ¡ni siquiera parezco de mi edad! Me veo menor y siempre me echan unos 14 años e incluso menos. Espero que con los testimonios de todos/as logremos hacer algún cambio en este país.

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          Crecí en Asunción, Paraguay. Una ciudad hermosa, tropical, con calor, con shorts, con vestiditos. Cuando tenía unos diez años, empecé a salir sola a comprar el pan. Fue un tremendo triunfo en mi corta vida, porque el almacén estaba a unas tres cuadras de la casa y mi mamá ya no me quedaba mirando desde la puerta. La primera vez que fui, fue una hazaña interesante: conté el vuelto, no me equivoqué y volví casi corriendo de lo contenta. La segunda, no tanto: a media cuadrada de mi casa, por la vereda de enfrente, habían empezado una pequeña construcción que implicaba unos seis albañiles trabajando todo el día.

          Para desgracia mía, a la hora a en que yo iba por el pan, ellos estaban sentados tomando mate, mirando. La mayoría de las veces gritaban cosas en guaraní, así que yo no entendía nada, pero sí recuerdo los gestos obscenos que hacían, gestos que entendí varios años después, claro. La vergüenza, el miedo, eso lo entendí de inmediato. No le conté a mis padres, porque no sabía cómo explicarlo, porque pensaba que era culpa mía, así que iba a comprar corriendo, con la cabeza gacha.

          Siempre pensé que eso pasaba allá nomás, por el calor y los vestidos, pero cuando volví a Chile, me di cuenta de que no, de que el acoso callejero ocurre cuando hay hombres que no respetan. No tiene nada que ver el calor o la ropa. Jumper, faldita plisada, jeans o buzo, daba lo mismo, bastaba con ser adolescente y salir a la calle para escuchar comentarios groseros que ahora sí entendía mejor. Pensé que se iba a quitar con el tiempo, que sólo era una especie de bautismo oscuro al que todas debíamos someternos por crecer. Tampoco les dije nada a mis padres, porque seguía sintiendo culpa y vergüenza.

          Con el tiempo entendí que no es un bautismo, que es el estado normalizado de las cosas. Aprendí que mientras haya hombres existe una posibilidad importante de que me griten cosas y que no sacaba nada con encararlos porque me iban a insultar más. Ahora, con más madurez y más entendimiento de los derechos que tengo -por el sólo hecho de ser persona- tengo menos miedo y si me gritan, grito de vuelta. No, en realidad no grito, me detengo a pedir explicaciones. Y normalmente lo que recibo son insultos, porque no hay explicaciones.

          Cuando viví hace unos años en Buenos Aires, la situación fue la misma, aunque un poco menos soez, los comentarios en la calle tendían a ser más “románticos” por tener menos eufemismos para genitales, pero seguían siendo acoso. Son acoso. Cualquier comentario que cualquier persona haga sobre la apariencia de alguien más, sin que ese alguien le haya pedido la opinión, es acoso. Desde el “linda”, hasta la ordinariez más grande jamás escuchada, todo es acoso. Y no, no está bien acosar. Nadie se lo merece, nadie debe hacerlo y es vital que se entienda que no estamos dispuestas a seguir aceptándolo.

          *Columna escrita por Bárbara Conejeros originalmente para Zancada

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            Sufro acoso callejero desde los once años, desde la primera vez que pasé sola la puerta de mi casa. Nueve de cada diez mujeres sufren lo mismo. Desde pequeña, empecé a escuchar morbosidades y a ver hombres masturbándose en la calle.

            Una vez a mis tiernos once años, en la época de navidad, miraba la vitrina de una tienda vestida como una niña de once años. Había un viejito pascuero al cual le sonreí y seguí caminando. Él me sonrió de vuelta, me tiró un beso y me dijo cosita.

            La primera vez que me fumé un cigarro fue a los 12 años, con una amiga de mi edad. Fuimos a un parque que quedaba detrás de una iglesia, sacamos el pobre cigarro robado a nuestros padres y lo prendimos. Había un hombre fumando, pero no le dimos importancia hasta que escuchamos: “chiquillas vengan a chupármela”. Miramos y se estaba masturbando, por lo que corrimos como locas; no entendíamos nada. La situación no la comentamos, ya que no teníamos por qué estar en ese lugar y menos fumando.

            Casi siempre eran viejos y eso es lo que más me llamaba la atención. Los besos y sus ‘‘piropos’’ te los tiraban en la oreja, de manera muy invasiva. Podría estar todo el día contando experiencias sufridas cuando era niña y hasta el día de hoy como adulta, hace una semana.

            No soy solo yo, son la mayoría de las mujeres. Y a las que no les dicen obscenidades las tratan de feas o gordas y se mofan en su cara, sin importar los sentimientos. ¡BASTA!

            Hombres piensen en sus hijas, en sus esposas, en sus hermanas y en sus mamás que algún día fueron jóvenes. Porque a estos enfermos no le gustan pasaditas de los 40.

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              A pesar de la frecuencia con la que una mujer es molestada o acosada, la verdad es que en realidad muchas veces nos cuesta contar y expresar las situaciones de las que hemos sido víctimas, en parte es un reflejo propio de una crianza machista, puesto que se nos ha enseñado desde pequeñas que el ser un sujeto sexuado del género femenino es malo, si nos violan o acosan inconscientemente la sociedad nos dice que ha sido nuestra culpa, por como vestimos o por llamar la atención de degenerados y mal educados.

              Al igual que varias que han dado su testimonio acá, puedo decir que fui víctima de acoso desde muy temprana edad, aproximadamente desde los 11 años en adelante. Cuando comencé a desarrollarme, llame la atención de hombres, no solo de mi edad, sino que de hombres de edad; viejos. Cuando yo aún jugaba con muñecas y Barbies y salía a comprar pan, hombres viejos (pedófilos asquerosos) me miraban y gritaban cosas. La adolescencia no fue diferente, sino peor puesto que tengo una ‘‘delantera’’ llamativa. Crecí aprendiendo a soportar las groserías denigrantes desde chica, y cada vez que alguien me ‘‘piropeaba’’, en vez de hacerme sentir bien, me sentía sucia. Ningún hombre me veía como ser humano, sino como un par de tetas caminando y eso para cualquier ser con capacidad de razonamiento es un insulto y una degradación. En vez de hacerme sentir bien, los ‘‘piropos’’ asquerosos me hacían sentir mal y me hacían sentir odio hacia mi cuerpo.

              Ya en la universidad, me pasó algo realmente asqueroso viajando en un bus de noche. Era un viaje de diez horas y me tocó viajar con un hombre al lado, obviamente me sentía incomoda porque en una ocasión anterior, ya había despertado con la mano de otro hombre sobre mi pierna. Las primeras horas del viaje fueron tranquilas y logré quedarme dormida, pero a dos horas de viaje sentí un movimiento constante a mi lado y fue ahí cuando sentí la mano del tipo en mi pierna. Pensé: ‘‘¡otra vez lo mismo!’’, pero no, era peor. Cuando abrí los ojos, el animal estaba masturbándose descaradamente a mi lado, en ese momento sentí un vacío en mi estómago, me restregué los ojos para ver si era verdad lo que estaba pasando y le quité la mano de mi pierna, sin embargo el tipo siguió en lo suyo y ni siquiera se inmutó. Yo nerviosa me levanté y bajé al primer piso del bus a buscar al sobrecargo.

              Golpeé Incesantemente la puerta de la cabina pero nadie salió. En ese momento no sabía qué hacer, quedé en shock, me senté en las escaleras y viajé dos horas ahí. Debido a que no quería sentarme con el imbécil de nuevo, me quedé esperando a que alguien saliera de la cabina. Finalmente, llegamos a La Serena y antes de que  pudiera informar lo sucedido, el tipo se bajó y se fue. Cuando me preguntaron qué hacía en la escalera y expliqué lo que sucedió, el chofer y el sobrecargo me dijeron que debería haberles avisado. ¡Había golpeado media hora la puerta y nadie abrió!

              Después de eso me ubicaron en la sección de salón cama y me dejaron viajar ahí, pero antes, el sobrecargo no encontró nada mejor que hacer que coquetearme y al día siguiente llamar a mi celular (ya que me había pedido el teléfono para “informarme si el pasajero había sido localizado”). Me llamó para invitarme a salir. Ahí sentí que no había lenguaje común entre hombres y mujeres, ya que ¿a quién se le ocurre coquetearle a una mujer que ha sido violentada de esa manera? ¿Qué pasa con el mundo? He vivido muchas situaciones similares, y es por eso que creo que la educación a nuestros hijos y en los colegios es fundamental. Las mujeres no somos un pedazo de carne puesto a su disposición para su placer, somos seres humanos, individuas con derecho a ser tratadas con dignidad.

              Espero que estos testimonios ayuden a los hombres a comprender por qué no debemos tolerar el ‘‘piropo’’. Es espeluznante el hecho de tener que pensar constantemente qué rutas tomar y en qué horario por miedo a ser violadas. Los hombres no conocen ese temor; todos tememos a los asaltos y accidentes, pero ¿a la violación? ¿al acoso sexual? Son pocos los hombres que logran entenderlo, y demostrarían tener un gran corazón e inteligencia al hacerlo.

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                Esto fue cuando tenía 14 años. Tomé por primera vez la micro. Estaba más o menos llena y un hombre de unos treinta años me cedió su asiento, le agradecí y me senté. Luego, se paró al lado de donde estaba, muy cerca de mí, mirándome fijamente. Se pegó más y sentí que algo presionaba contra mi hombro y era su miembro. Pensé que era por el movimiento de la micro al detenerse, que estaba llena, pero hubo un momento en el que la micro no hacía movimientos bruscos y el hombre seguía presionando. Me di cuenta que lo hacía a propósito. No supe qué hacer y reaccioné, levantando mi brazo con fuerza, haciendo como que me arreglaba el cabello y logré golpearle los huevos. El hombre se quejó, diciendo: “¡cuidado niña!” Y yo: “vale, entonces no apoye su pene contra mi hombro”. Una señora le gritó que era un degenerado, pervertido y el hombre se bajó en el paradero siguiente, con una carpa entre las piernas, si saben a lo que me refiero.

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                  Esta fue, quizás, mi primera experiencia “consciente” del abuso sexual callejero. Pasó cuando tenía 9 años, iba caminando con mi mamá a la casa de una amiga que vivía a unas dos cuadras de la mía, al lado de ella estaban construyendo una casa. Era hora de almuerzo y los trabajadores estaban sentados en la vereda.

                  Ese día hacía calor, así que como cualquier niña estaba usando calzas cortas. Eran de color celeste y me las puse con una polera. En esos tiempos, ya estaba comenzando a crecerme el poto y me veía un poco mayor. Íbamos caminando con mi mamá, cuando escucho a los tipos hablar de algo que no entendía muy bien, pero sí entendí que se estaban refiriendo a algo moverse, pero como era chica lo dejé pasar.

                  Después de eso, mi mamá me dijo  que nunca más me podía poner esas calzas, porque los tipos sentados en la calle estaban hablando de cómo se me veía y movía el poto.

                  Ahora que lo analizo, me doy cuenta de la reacción de mi mamá, que no les dijo nada pero si a mí por la ropa que estaba usando, simplemente poniendo un parche al problema. Pasaron los años, nunca más usé esas calzas, de hecho recién ahora -ya tengo 20 años- estoy volviendo a usarlas, pero los episodios de acoso han sido los mismos desde entonces.

                  Me vista como me vista, no faltan los imbéciles con sus bocinazos, los “besos”, los grupos que detienen su conversación y te rodean sólo para verte pasar y decir algún tipo de comentario para validar su hombría frente a los demás “machos”, y un sin fin de expresiones que todas conocemos. El que haya sido tan chica y mi mamá reaccionara de esa forma, realmente me marcaron. 

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                    Eran los primeros días de primavera, estaba en octavo básico, acababa de cumplir 13 años. Siempre, toda la vida, había usado el jumper ancho hasta la rodilla, porque mi mamá me repetía siempre que era mejor así para no llamar la atención de nadie. Pero ese año, como cualquier adolescente, quería sentirme bonita, le rogué por varias semanas a mi mamá que me permitiera ajustar el jumper -que era dos tallas más grande- y me dejara hacerle basta unos seis dedos por encima de la rodilla, como lo usaban el resto de mis compañeras. Luego de muchas vacilaciones, mi madre aceptó.

                    Ese día, iba al colegio sola con mi hermana de nueve años. Como todos los días, era el primer día que fui al colegio feliz con mi nuevo jumper. De pronto, por el camino, veo a lo lejos unas mas allá antes veo un tipo desconocido que mira insistentemente hacia nosotras. Me siento un poco asustada, pero tras verlo desaparecer, me tranquilizo y sigo avanzando.

                    Unos cinco minutos más tarde, el tipo aparece tras nosotras y me mete su mano por debajo del jumper. Pensé lo peor, estaba tan asustada que solo atiné a pedirle a mi hermana que corriera hasta el colegio. Fue lo ultimo que alcancé a decir, antes de que mi voz se paralizara sin poder articular otra palabra. Producto del impacto, también se me nubló la vista y al voltearme sólo pude ver una silueta gris de un hombre de unos 30 años que me observaba sonriente mientras yo lloraba paralizada. Luego de unos minutos, corrió victorioso. Llegué al colegio llorando, los inspectores llamaron a mi mamá, quien vino a retirarme y me llevó a la casa, me acogió y contuvo por supuesto, pero también me dijo: “viste, te dije que no arreglaras el jumper”.

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                      No recuerdo del todo mi edad, solo que estaba en La Serena. Mis hormonas estaban en apogeo y algunos cambios físicos comenzaban a notarse. Como soy gordita, mis senos crecieron antes y más rápido que los de las niñas de mi edad. Yo tenía muy claro por qué esto pasaba, así que sólo me preocupaba por no golpearlos, porque eran demasiado sensibles.

                      Un día caluroso, salí con mi tía a la playa. Era una zona ideal para la gente que tenía niños, porque casi no había olas y por eso había mucha gente. Me metí al mar con una amiga del día, típico de los niños que hacíamos amistad fácilmente. Jugábamos en el agua compitiendo quién duraba más flotando. Ella se reía de un hombre de edad avanzada que nos miraba, “rascándose” sobre sus intimidades. A mí me dio  asco, sabia más que mi amiga respecto al tema. Ella se despidió y no volví a verla.

                      Seguí en el agua otros minutos, hasta que oí una voz llamándome. Era mi tía. Se hacía tarde. Tranquilamente, me abrí paso entre los niños y adultos que había. Una mano casi estrujó mi seno derecho. Sabía que no debía quedarme callada y empecé a gritarle al hombre, que era el mismo que nos había estado mirando. Gracias a Dios mi tía me apoyó en presentar una denuncia. Gran sorpresa me llevé al enterarme tiempo después de que no fui la primera niña que tocó, ni la última.