Todo partió cuando me cambié de casa, dentro de la misma comuna, pero en otro sector. Estaba viviendo al lado de dos construcciones de condominios, por lo que había harto movimiento en las calles por las que circulaba. Cuando me dirigía al trabajo, a eso de las 08.00 horas, tenía que pasar por una construcción para tomar una micro que me dejaba a una cuadra de mi pega; y siempre me encontraba con maestros. Comencé a notar que me miraban de manera insistente cuando pasaba por ahí. Pero hace poco menos de un mes, comenzaron derechamente a saludarme, invadiendo mi espacio personal. Uno susurró en mi oído “hola hermosa”, tan cerca que sentí el calor de su aliento. Lo ignoré. Al otro día, miraban, silbaban, se reían. Comencé a memorizar sus caras y noté que siempre eran los mismos, tres o cuatro hombres que se sentaban a las afueras de la construcción.
Hace dos semanas la situación ya superó los límites de mi paciencia. Los mismos hombres, me dijeron: “Flaquita rica, igual no más, estay papo”. Me detuve, los miré de frente y les dije: “¿Perdón? ¿Quién les preguntó?” (No se me ocurrió otra cosa que responder). Los tres se me quedaron mirando con cara de asombro. Seguí caminando y comenzaron a gritarme “fea”, “alharaca” mientras me alejaba. Al día siguiente, estaban los mismos sujetos. Cuando pasé uno ellos dijo: “No la molesten, porque a ella no le gusta”. Me llamó la atención la frase de partida, porque ellos tienen claro que lo hacen para molestar e incomodar, y cuando una les responde pasa a ser “fea”. Por lo tanto, no gritan estupideces en la calle para hacerte notar lo linda que eres, sino que para reafirmar su masculinidad con otros hombres, lo cual es bien patético.
Mandé un correo a la constructora sobre la situación, pero no me respondieron. Al final, para evitar malos ratos, opté por cambiar mi ruta y salir más tarde.