Acabo de terminar de almorzar. Estuve llorando, porque cuando llegué a la casa conté un caso de acoso que sufrí el año pasado, y mi padre se burló. Me defendí y le pregunté que qué clase de ejemplo le estaba dando a sus hijo sobre el acoso callejero. Les dije que era horrible sentir que te puntearan en la micro o que un viejo de 60 años te joteara en un café -aún cuando uno lo hubiese rechazado- haciendo comentarios sobre lo bonito que era mi cuerpo (esa fue la experiencia que viví en 2015). Lo peor es que mientras yo contaba esto, mis hermanos se reían y cantaban cosas como: “A ti te puntean hoy, a ti te puntean mañana…”. Y, por otro lado, mi mamá decía que a ella también le había pasado y que no lo tomara como algo personal. Pero, ¿cómo no me lo iba a tomar personal? Si ni siquiera puedo estar tranquila en mi propio país. Me dio tanta rabia que me puse a llorar y los increpé de manera muy violenta: les dije que gracias a ellos la cosa no iba a cambiar, que eran unos egoístas y que si vieran a una persona sufriendo de acoso no harían algo. Me dijeron que no harían nada porque eso pasaba siempre y no iba a cambiar.
Me preocupa la clase de adolescentes que tenemos en el país, porque no están tomando conciencia y cuando críen a sus hijos les enseñaran que el acoso callejero es parte de la cotidianidad.