playa

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    Últimamente he estado muy interesada en el tema del acoso sexual callejero, porque sé la impotencia que se siente cuando viejos degenerados (lo digo así porque no hay otra forma de referirse a ellos) abusan de tu espacio y de tu libertad de tránsito; y lo hacen de tal manera que te hacen sentir vulnerable y violentada. Me ha pasado tantas veces que ya ni recuerdo la cantidad. He sufrido de piropos, tocaciones, seguimientos, alusiones sexuales a mi cuerpo, entre otras cosas. Y lo que más me enfurece es que he quedado tan frágil que no he podido responder.

    Una de mis peores experiencias ocurrió cuando tenía 13 años y venía de vuelta de la playa con una amiga. Un tipo viejo nos empezó a seguir y me asusté mucho, ya que él estaba cada vez más cerca. Caminaba hacia mí de forma tan intimidante que mi corazón se aceleró y mis piernas empezaron a temblar. Finalmente el viejo se acercó, me tocó el poto y me dijo al oído: “Tan hermosa que es usted”. Yo no sabía qué hacer hasta que un cuidador de autos le empezó a gritar que era degenerado y el acosador se fue. Desde ese día que siento un constante temor a salir sola a la calle. Además, ya me han pasado muchas cosas más como palabras al oído, agarrones o punteos en la micro que me hacen sentir, además de vulnerable, víctima de acoso.

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      Las personas creen que se pueden dar libertades con el cuerpo femenino en la playa, ¿será porque están acostumbrados a ver bikinis pequeños y mujeres disfrutando del sol para adquirir un buen bronceado para sentirse bellas?

      Ellos, sí los hombres (aclaro que algunos, no todos), se dan el lujo de sentir que están en un centro de entretención, viendo el “botín”, para la ” buena caza”, como si la playa fuera un lugar para observar. Creo que aquello les da un toque de “hombría”, que los hace sentirse más que las mujeres.

      Una noche, caminando por mi condominio, abrigada por el frío que hacía, me acerqué al portón, lugar de ” seguridad”, donde la luz encandilaba. Ahí, junto a una caseta, divisé  a tres personas; una de un porte que daba a entender que era el “guardia” y dos pequeños, que como hace justicia la herencia del lugar, eran niños que se acercaban a charlar con el hombre para entretenerlo un rato. Recordé mi infancia y me acerqué, llena de nostalgia, para llegar a un lugar iluminado (por fin) y recordar viejos tiempos.

      Mientras me fui acercando, sentí un silencio sepulcral. Un niño se acercó a mí, rodeándome. Una nunca piensa mal de los niños, por lo que, continué el camino. Casi en la esquina de mi destino (sí, mi casa), empezaron las risas y los gritos. Unos gritos con una voz aguda, propia de un niño de 12 años, pero los improperios que salieron de su boca, definitivamente, no respondieron a esa edad.

      Acoso callejero queda pequeño. A ese niño sólo le faltó pedirme sexo oral por medio de gritos que, a las diez de la noche, retumbaron por todo el condominio. Me sentí usada y sucia por una sociedad que no enseña a los niños a tratar bien a las mujeres, por la que es mal visto que andemos solas en la noche, sin importar la ropa que usemos.

      Simplemente, tener un órgano sexual distinto es causa de que dos días después me preguntara, desvelada a las 3:30 de la mañana, por esa madre, ¿le enseñará respeto hacia las mujeres? Ese padre, ¿le enseñará cómo tratarlas? El sistema educacional, ¿será capaz de enseñar, de una vez por todas, el respeto hacia las personas? ¿Seremos capaces, algún día, de caminar tranquilas por las calles sin pensar que es “normal” que los hombres nos griten improperios, justificándolos como “piropos”?

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        No recuerdo del todo mi edad, solo que estaba en La Serena. Mis hormonas estaban en apogeo y algunos cambios físicos comenzaban a notarse. Como soy gordita, mis senos crecieron antes y más rápido que los de las niñas de mi edad. Yo tenía muy claro por qué esto pasaba, así que sólo me preocupaba por no golpearlos, porque eran demasiado sensibles.

        Un día caluroso, salí con mi tía a la playa. Era una zona ideal para la gente que tenía niños, porque casi no había olas y por eso había mucha gente. Me metí al mar con una amiga del día, típico de los niños que hacíamos amistad fácilmente. Jugábamos en el agua compitiendo quién duraba más flotando. Ella se reía de un hombre de edad avanzada que nos miraba, “rascándose” sobre sus intimidades. A mí me dio  asco, sabia más que mi amiga respecto al tema. Ella se despidió y no volví a verla.

        Seguí en el agua otros minutos, hasta que oí una voz llamándome. Era mi tía. Se hacía tarde. Tranquilamente, me abrí paso entre los niños y adultos que había. Una mano casi estrujó mi seno derecho. Sabía que no debía quedarme callada y empecé a gritarle al hombre, que era el mismo que nos había estado mirando. Gracias a Dios mi tía me apoyó en presentar una denuncia. Gran sorpresa me llevé al enterarme tiempo después de que no fui la primera niña que tocó, ni la última.