Desde que era pequeña siempre fui muy serena. Nunca se me pasaba por la mente que alguien quisiera hacerme algún tipo de daño o que a algún enfermo se calentase frente a una escolar. Hasta que sucedió. No recuerdo bien qué edad exacta tenía, pero era entre 14 y 15 años. Iba en una micro en Irarrázaval del colegio a mi casa, cuando un tipo me pidió permiso pasa pasar al asiento de la ventana al lado mío. Yo estaba sentada al lado del pasillo. Lo dejé pasar sin siquiera mirarlo y el viaje siguió su curso normal, hasta que me di cuenta de que el tipo -según yo- iba incómodo y se iba moviendo todo el tiempo, buscando algo en su bolsillo, tal vez. En ese entonces yo era bastante infantil y jamás se me pasó por la mente que él pudiese masturbarse a mi lado. La verdad es que fue asqueroso. No me di cuenta de lo que estaba haciendo hasta que vi cómo chocaba el semen en el respaldo del asiento delantero, ya no podía ser más evidente. Uf… de sólo recordarlo me tiemblan las manos. En ese momento, a lo único que atiné fue a cambiarme de asiento. Muerta de miedo y pensando que poco menos era mi culpa, que yo lo había provocado por el simple hecho de ser mujer. El monstruo se bajó al poco rato de haber ensuciado todo y nadie, absolutamente nadie dijo nada.
No quise contárselo a mi familia, por miedo a que no me dejaran salir y también por asco a recordarlo, obvio. También hay que pensar que a esa edad uno recién está demostrando que se puede valer sola en la calle, que no necesita cuidados ni supervisión y con un relato así -según yo- sólo habría conseguido que mis padres volvieran a considerarme una niña chica. Obviamente les debí haber contado, pero en ese entonces sólo quería validarme frente a los mayores. Por suerte me atreví a contárselo a mis amistades, quienes me apoyaron y me ayudaron a dejar el temor atrás. Me di cuenta además que a muchas les sucedían cosas parecidas y que no tenía que sentirme extraña o culpable. Por suerte no volví a vivir nada similar, salvo miradas o palabras asquerosas que, si bien son molestas y me hacen sentir vulnerable, no me espantan tanto como lo que acabo de relatar.
Hace 10 años que vivo en el sur. Hace poco adquirí la costumbre de andar con una pistola de agua cada vez que salgo a andar en bici. Sé que no es la solución andar “armada” en la calle, pero mientras avanzamos hacia la erradicación del acoso, he logrado zafarme de la rabia que me genera este tipo de situaciones y reemplazar la sensación de vulnerabilidad por un instante de broma. Ante cualquier acoso, aprieto el gatillo y mojo en la cara o en la ropa al que se le ocurra gritarme, acercarse a decirme una asquerosidad o simplemente mirarme con descaro. Es mi sutil venganza.