Tengo 23 años y desde que me creció el busto, a los 11 o 12 años, estoy acostumbrada a salir a la calle y saber que alguien me dirá algo. Al principio me daba asco y rabia, pero ahora ya me acostumbré. No salgo de mi casa sin audífonos, porque no quiero escuchar saludos, besos ni silbidos que no le pedí a nadie. Estoy cansada de que la mayoría de las personas atribuya la vestimenta como causante del acoso callejero; el usar short, faldas o poleras no debería ser pasaje directo a obscenidades.
Hace unos días, salí con mi papá en auto para ir a buscar a mi mamá y mi hermana que andaban visitando a un tío. Yo había flojeado todo el día y aún andaba en pijama, así que para salir rápido me puse lo primero que encontré: unos jeans, hawaianas, un chaleco y la misma polera de la pantera rosa que tengo de pijama. Ropa muy simple y para nada provocadora. Ese día con suerte me había lavado la cara y ni hablar del pelo.
Mientras caminaba por los pasillos del supermercado, un hombre cuarentón o cincuentón en compañía de un chico de unos 20 años, posiblemente su hijo, pasaron por mi lado dos veces, suspirando, mirándome de arriba a abajo y susurrándose cosas entre ellos.
Mi paseo al super duró 10 minutos como mucho, andaba mucha gente y estoy segura que alguna persona que andaba cerca también pudo percatarse de la situación. No fue la gran cosa, no vi a nadie tocándose y nadie me tocó a mí, pero no puedo evitar sentir vergüenza al pensar que alguien más vio todo.
Podría relatar otros momentos, como la vez en que haciendo la cola en la barra de una disco alguien me tocó el trasero o las muchas veces que me han gritado de todo en la calle, pero preferí contar esto intentando desmentir un poco cosas como “te pasó eso por cómo te vistes”.