Por cosas de la vida me desarrollé un poco antes que la mayoría de las niñas de mi edad. A los 11 años ya tenía el cuerpo más formado, más de adolescente y a los 10 años me había llegado la regla. Estas dos cosas me hacían sentir incómoda y al ver que a mis amigas no les pasaba lo mismo, me sentía rara, sólo quería seguir siendo una niña y jugar como las demás.
Explico eso para dar contexto a algo que me pasó a los 12 años más o menos. Recuerdo andar de la mano con mi mamá por Santiago Centro en verano, hacía calor así que andaba con short, polera y chalitas, cuando sentí que alguien me agarró el trasero. Quedé congelada, no atiné a decir algo, sólo me di vuelta asustada y vi a un viejo canoso agarrándome el trasero; no conforme con eso, dio un par de pasos tras nosotras sin soltarme. Mi mamá no se dio cuenta y yo no fui capaz de contarle, no entendía bien que había pasado, sólo sabía que estaba asustada.
Desde chica me acostumbré a andar siempre con audífonos para no escuchar las cosas que me decían hombres de toda edad como si fuera un halago, como si me fueran a seducir diciendo qué me harían, como si me interesaran sus palabras enfermas y depravadas.
Hoy, por el mismo cuerpo voluptuoso, no me siento tranquila saliendo vestida como quisiera a la calle, porque si usas un poco de escote te quedan mirando con cara de depravados y ni intentar salir con shorts o calzas sin por lo menos recibir algún comentario respecto a mi figura. Parece que algunos hombres no entienden que si una se arregla y se quiere ver linda no es para llamar su atención, sino para sentirme cómoda, para yo encontrarme linda; su opinión sobre mi apariencia no me interesa en lo más mínimo y mucho menos cuando no la pido.