“Sentí un líquido entre mis piernas, era niña y pensé que era bebida, después confirmamos que era semen”

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    Cuando tenía doce años, viajaba en micro desde colegio a mi casa. El recorrido no demoraba más de quince minutos, casi siempre lo hacía con una compañera que vivía cerca. Un día subimos a una micro que iba muy llena. Yo había quedado en la parte de la escalera y apenas podía sujetarme. Recuerdo que iba mucha gente en la misma situación, todos apretados y apretadas. En algún momento del viaje, sentí un líquido entre mis piernas, el que también alcanzó a mi amiga. Era extraña la situación, y una señora que iba sentada nos pasó pañuelos desechables para limpiarnos. En mi inocencia de niña, pensé que a alguien se le habría dado vuelta agua o roto un envase de jugo. Sin embargo, cuando llegué a la casa, le comenté a mi mamá sobre lo que me había pasado y, sintiendo el olor del líquido, confirmamos que era semen.

    Recuerdo que estaba mi papá también; estábamos sorprendidos, pero sobre todo, enojados por lo que me había pasado. Yo me asusté mucho, sentí rabia e impotencia por ese sujeto que se aprovechó de nosotras. No lograba -ni aún logro- comprender cómo alguien se siente con el derecho de abusar, de violentar a una persona de esa forma. De unas niñas, de apenas doce años. Tampoco entiendo cómo las personas que estaban ahí hicieron nada. Qué habrá pasado por las mentes de las personas que se dieron cuenta de lo que pasó, por la mente de la señora que me pasó los pañuelos. Silencio cómplice que naturaliza la violencia.

    Con mi compañera nunca hablamos de lo que nos pasó, pero unos meses después a ella la
    cambiaron de colegio, por lo que no nos volvimos a ver.